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(Ensayo, 1925) - Martín Buber

El drama como estilo literario es completamente distinto al drama teatral: éste es el acto artístico que coloca a su servicio lo básico; mientras que lo épico lo soporta a su pesar en el diálogo. En el cuento la parte dialógica no cumple más función que la exigida para el desarrollo de la trama, mientras que el drama se vale de ella en cada cuadro. Al leer detenidamente un drama, tenemos todo el derecho a tomar la pieza y las observaciones del arreglador (cuyo desarrollo épico en nuestra época se apoya en signos de desmoronamiento de las formas) pero sólo a efectos de que nos sea más claro el diálogo, ya que de lo contrario nos embargará una sensación de desaliento. Y por cierto, poéticamente considerado es el drama la materialización del verbo como un ente que se desenvuelve entre bambalinas, el secreto de la formulación y la respuesta. Es importante aquí la tensión entre la palabra y su réplica; sabido es el hecho que jamás dos personas pretenden referirse a la misma cosa mediante los términos que utilizan, siendo por lo tanto toda contestación imprevisible, fundiéndose en una conversación entendimiento e incomprensión al unísono, y cabe preguntarse a qué viene este juego de intercambio de franqueza y reserva, de expresar lo que uno piensa y de contenerse. Y el hecho plasmado en diálogo de la diferencia entre los hombres, se da aún previo a cualquier trama verdadera, una vinculación dramática que expresa de manera trágica, en el pueblo con cuyo destino está consustanciada, y de manera "cómica", incluso en el mundo demasiado claro y simplista de los tontos.

La manera de cómo pueden lo trágico y lo cómico unirse en un diálogo puro y libre de toda trama nos fue enseñada por Platón, en cuyos escritos se ubican frente a frente el maestro y el sofista, a quien llama con numerosos nombres, como dos prototipos de la comedia ética: el hombre irónico que calla y esconde en su interior lo que sabe, y el jactancioso, que habla sobre lo que no conoce, y lo que nos es comunicado finalmente es el destino del espíritu en el mundo. Con la revelación de las figuras tal como son de manera dialógica exclusivamente, tenemos aquí la esencia del dramatismo, cualquier argumento puede desenvolverse.

La obra poética se basa en el hecho de que el hombre aspira a expresarse frente al hombre, y a despecho de todas las trabas impuestas por la individualización logra verdaderamente hacerlo -aunque dentro de un clima de tensión- pero he aquí que el drama teatral pertenece a una categoría aún más primitiva y natural: éste surge del impulso elemental a sortear el abismo entre el tú y el yo, logrado merced al diálogo, por medio del disfraz; deriva de la creencia del hombre primitivo de que al adoptar el aspecto y el andar de un determinado ente, de un animal, de un hijo de los dioses, de un demonio, automáticamente se convertirá en esto que está representando. Más aún, y derivado no de la fe sino de la experiencia, del mismo modo que el aborigen australiano considera al canguro como el animal-tótem de su tribu y el natural de Tarcia que baila con una imagen satírica dentro de la corte que acompaña a Dionisio, con el convencimiento corporal de que ellos son propiamente aquello que representan ser. Esta seguridad no es algo que ocurre "en la ficción", aunque de ficción se trate, y que se extingue con la caída del telón y la finalización de la puesta en escena, por más que ésta se prolongue hasta la caída exhausta al suelo o hasta la pérdida de los sentidos, de todos modos con cada nueva representación tórnase más familiar, más voluntaria, más ficticia. Pero aún no podemos hablar de obra teatral; para eso falta la participación del espectador, y esta participación no debe interpretarse como algo que ocurre en un determinado instante y que posee un solo sentido como el fruto de una larga evolución, o mejor aún, complejidad. Aquel citado juego de disfraces no viene a cumplir un fin en sí mismo sino a servir un objetivo mágico, adoptando la figura que reviste porque es el público, la sociedad, quien la necesita; materializando el maridaje entre el Dios del Cielo y la Madre Tierra, ya que esta trama representa el desencadenamiento de la lluvia sobre los campos, dado que influye sobre este fenómeno y está implícita en él. Si permitían a los "espectadores" contemplar la sagrada actividad, es porque ellos participaban estremecidos de las vicisitudes de este hecho, en la convicción de su poder mágico, de cuyo éxito dependía su felicidad y a veces incluso sus mismas vidas, y de esta manera no se consideraban a sí mismos como contemplados, ya que actuaban pero sin sentirse actores; ellos representaban frente a la multitud que los observaba con ojos fulgurantes, para su beneficio más no a los efectos de resultar agradable ante ellos. Actuaban ingenuamente, exactamente como el hombre que vive de acuerdo a sus impulsos vitales y no regido por la imagen que genera a los ojos del otro (debemos recordar aquí que de esa separación entre representarse así mismo e interpretar un determinado papel, permite establecer una distinción entre dos escuelas de actores diametralmente opuestas). Así las cosas van transformándose paralelamente al alejamiento de la fe; el espectador que percibe que la trama que se desenvuelve frente a él no constituye ya una realidad que penetra profundamente en su propia vida e influye sobre su destino, mientras que el actor ya no se conmueve ante la transformación de su imagen, sino que es consciente de ella y sabe cómo utilizarla, y de aquí que se corresponden el uno al otro. Este actor se sabe contemplado y actúa frente a su público sin inhibiciones ni pasión. Ciertamente el pensamiento mágico puede purificarse elevándose a la categoría de fe en la importancia de la salvación del actor y guardar de esta forma su potencia, total o parcialmente. En verdad el teatro de Esquilo conservaba obviamente, por encima del coro y de las galerías, algo del misterio de la obra elisea; lo que desarrollábase encima del escenario, el vaivén de los miembros del conjunto, los aforismos y el canto del coro con sus desplazamientos, no constituían una imitación aparentemente de hechos acaecidos en la profundidad de los tiempos, sino una sagrada verdad inserta en la realidad interna de la vida de cada uno de los conjuntos que observaba y escuchaba, atañéndoles poderosa y primitivamente de forma que no nos es posible expresar, describir o traducir al pensamiento. Es decir que aún existían ahí inhibiciones y pasión, tanto entre los que se situaban de este o del otro lado del telón, y el alma de los artistas no conocía la simulación.

Ya hemos abordado el ejemplo de la tragedia griega. Aquí se imbrican ya dos principios, la cualidad espiritual del diálogo y la condición natural del espectáculo de disfraces, que se vinculan el uno al otro como el amor a la relación carnal. Del mismo modo que el amor requiere el conocimiento carnal para conquista el cuerpo y la relación carnal necesita el amor para alcanzar el alma. Pero, seguramente se entenderá que el amor en la historia del hombre es una adquisición relativamente tardía, pero que no deriva de la relación carnal, ya que verdaderamente ella representa la energía cósmica y eterna, otorgada como un testimonio y atributo de la especie para engendrar mediante ella nuevamente el amor imperecedero. Y por eso el teatro necesita del drama mucho más de lo que el drama depende del teatro, porque el drama que no se constituye en teatro existe sin cuerpo dentro del espíritu aislado, pero el teatro que no se somete a la potestad del drama cargará con la maldición de carecer de alma, que a pesar de todos los matices del talento, no podrá acallar su voz al desplegar su fraudulenta actuación.

Para que un público descreído, que le permite mantenerse con "divertimentos" por recelar de su capacidad para escoger, sea redimido de su temor y se haga digno de la veneración, elevándose a la fe en la realidad del espíritu, se necesita desplegar un gran trabajo, una intensa educación. El teatro debe participar de esta tarea aceptando ser sometido al imperativo del verbo (diálogo). La palabra que deleita enteramente al que la pronuncia, el diálogo a cuyo alrededor se construye y renueva la realización de toda la escenografía como marco, el grave ambiente recreado por medio del milagro del idioma del tú y el yo frente a frente, que gobierna toda obra de disfraces, que borda el misterio en la totalidad de sus fundamentos. Esta es la conexión real entre drama y teatro.

 
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