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Título: El zen y la crisis del Hombre
Autor: D.J.Vogelmann
Editorial Paidos - 1967 - Pág. 63 a 67.
(…) La condición común del género humano civilizado, es la profunda incertidumbre y desorientación del hombre frente al universo tanto como frente a las frágiles circunstancias de su vida, de su existencia. Y la común necesidad de superar esa incertidumbre.
Ahora sólo nos hace falta aportar algunos ejemplos para abonar esta tesis, y tales ejemplos los encontramos fácilmente en el campo de la creación humana, del pensamiento humano y no por último de la fe humana, que se manifiestan sin límites geográficos, de raza o de credo.
Los conocedores del Zen piensan que no puede haber manifestación creadora humana de ninguna especie que, siendo auténtica, carezca del sentido del Zen, del espíritu del Zen, aún cuando, por cierto, no hace falta que lleve ese nombre.

 

Ese sentido del Zen es fundamentalmente el impulso liberador, la tendencia mental liberadora, que disuelve los antagonismos, los contrarios; que admite la coexistencia y complementación de los opuestos; que, sobre todo, da lugar a la cooperación plena de lo conciente y lo inconsciente, de la razón y lo irracional; ese impulso que, al disipar la disociación entre el Yo y lo Otro, conduce al desapego total, al abandono y olvido del Yo en el todo. El Zen, que en primera y última es una doctrina de los medios, no hace más que disciplinar los medios de toda índole para llegar a tan iluminado fin.
Efectivamente, en todos los grandes creadores del mundo, en cuanto trascienden el apego a su Yo y se elevan a la aceptación de todo aquello que su limitado Yo no puede aceptar, se encuentra ese espíritu del Zen, expresado a menudo con idénticas ideas o imágenes tanto en Oriente como en Occidente.

Fisch Bild 1925 - Paul Klee
Quienquiera que capte ese sentido del Zen -ya lo hemos señalado-, habrá adquirido una valedera pauta, una piedra de toque, una agua regia que le permitirá discernir -sobre todo en arte- lo que es verdaderamente oro de lo que solamente brilla. Con sólo vislumbrar aun de lejos esa súbita luz interior del Zen llamada satori, la medida de lo auténtico se instala definitivamente en el ojo.
Así, cuando el gran visionario de la pintura moderna, Paul Klee, declara en sutil sentencia que "el arte no reproduce lo visible, sino que hace visible", expresa plenamente la verdad del Zen, la medida del Zen, y la expresa además con esa rica parquedad de las palabras, característica de las paradojas Zen. No cabe duda, por otra parte, que en Klee admiramos a uno de los grandes realizadores del Zen en Occidente; lo prueban sus miles de dibujos en los que los espacios vacíos cuentan tanto o más que los trazos. Basta con citar uno solo, por ejemplo el titulado "Peces migratorios", del que sin vacilar puede afirmarse que es una auténtica caligrafía Zen. En nuestro propio ambiente muchos de los más notables realizadores -y los hay muy buenos en las tendencias del arte moderno- crean con el espíritu del Zen, por más que alguno de ellos lo niegue sin comprensión cuando se le señala.

 

En general, en materia de arte, las doctrinas orientales suelen exigir del artista una total identificación con su tema, con su objeto, sobre todo el Zen, la práctica del Zen, para la que toda actividad puede y debe convertirse en un valioso medio de conocimiento interior, o sea en un arte. Si el artista se propone pintar una caña de bambú, no es suficiente que retrate fielmente una caña de bambú, es necesario que llegue a representar su esencia absoluta, casi su abstracción, y para ello ha de sentirse él mismo, en cierto modo, caña de bambú.
Frecuentemente encontramos en los textos de exposición Zen la siguiente anécdota, referida aquí por el maestro Suzuki:
"El abad de cierto monasterio Zen quería que el techo del Salón Dharma fuese decorado con un dragón. Se pidió a un notable pintor que hiciera el trabajo. Este aceptó, pero se lamentó de no haber visto nunca un verdadero dragón, si es que éstos existían realmente.
El abad le dijo:
-No le importe no haber visto tal criatura. Conviértase en ella, transfórmese en un dragón viviente y píntelo. No trate de seguir el molde convencional.
El artista preguntó:
-¿Cómo puedo convertirme en dragón?
-Retírese a sus habitaciones privadas -replicó el abad- y concentre en eso toda su mente. Llegará el momento en que sienta que debe pintarlo. Ese será el momento en que Ud. se habrá convertido en dragón y el dragón lo impulsará a darle una forma.
El pintor siguió el consejo del abad y, después de varios meses de grandes esfuerzos, cobró confianza en sí mismo al verse en el dragón que surgía de su inconsciente. El resultado fue el dragón que vemos ahora en el techo del Salón Dharma en el templo Myoshinji de Kyoto."
Puede afirmarse que casi todo lo que en Occidente admira en las obras de arte y literatura de Extremo Oriente -las arquitecturas exteriores e interiores, las pinturas y esculturas chinas desde la dinastía Táng, las caligrafías y los grabados japoneses, la poesía y el teatro chino y japonés - se ha desarrollado bajo el influjo de ese hálito de pureza extrema que le aportaron los discípulos del Zen.
En la pintura Zen, en el dibujo y en la caligrafía Zen, predomina como valor intrínseco la libertad del espacio abierto, el viviente vacío, el elocuente intersticio. Muchas veces la realidad apenas aparece insinuada; pero los contados trazos que la insinúan dan lo esencial, reflejan en el espacio la plenitud de la realidad.
Lo mismo sucede en la poesía Zen: las contadas palabras de un haiku dicen siempre mucho menos que el silencio que las rodea y penetra. (…
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