Derechos reservados - año 1 - número 6

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WIMPI

Ventana a la calle

Ed. Freeland 1967
1ª Edición 1967

Aspectos sorprendentes de amor propio

El espectáculo del llamado “amor propio” confirma, acabadamente, aquella vieja especie de que hay amores que matan.
Porque cuando uno quiere una cosa, la quiere, la limpia, la pule, la lustra, la poda.
En cambio, cuando el tipo se quiere a sí mismo, hasta el punto de configurar el caso de “una persona de amor propio”, se deja silvestre, nomás.
La “persona de amor propio” ni piensa, ni se analiza, ni se explora, ni lo sabe.
Y la fe que se tiene es una especie típica de superstición…
Cree, en efecto, en ella misma, cómo cree en cualquiera agorerías: las del trébol de cuatro hojas, la del cura de frente, la de los tres primeros marineros hallados al paso, la del gato negro, la del carro de pasto.
Y el tipo vive feliz así.

Debe ser el único caso en el mundo de un espectáculo feliz que causa impresión desgraciada en aquellos que aspiran a ser felices como hay que serlo para cumplir con Dios en el cielo, y con los vecinos en la tierra.
El tipo de amor propio habla siempre en primera persona:
-Porque en ese momento YO… Cuando YO estaba… Al YO salir…
Y cuando tiene que referirse a él y otro, indefectiblemente, ingenuamente, comienza:
-Íbamos Yo y fulano…
De la misma manera que Juan Ramón tituló a su libro “Platero y yo”, siendo Platero, como se sabe, su asno.
Claro que Platero era un burrito de cristal que entendía las noches con estrellas y se admiraba de las mariposas azules.
El tipo de amor propio diríase que vive de espaldas al mundo, vuelto sobre si mismo, pegado contra si mismo como un mejillón.

Pero hay un aspecto sorprendente en esto del amor propio: cuando se trata de aparatos de radio, el del tipo “agarra” de cualquier parte sin antena; cuando se trata de beber, el tipo aguanta un kilo de whisky sin que se note; cuando se trata de mujeres, el tipo no da abasto…
Ocurre sin embargo – y éste era el aspecto sorprendente – que cuando se trata de enfermedades, nunca nadie, estuvo tan grave como el tipo.
Cuando alguno le da la noticia de que le sacaron el apéndice, él recuerda su caso:
--¡No me hable de apéndice, mire!
-- Fue un momentito, ¡eh? Al día siguiente ya estaba sentado en la cama.
El tipo sonríe con inusitada suficiencia.
--¡Sentado en la cama! A mí, cuando me operaron… ¡Dos horas de reloj en la mesa! Una carnicería. Los médicos ya creían que… Parece que lo tenía pegado y entonces ellos, seguro… Pero fue algo, mire… ¡algo!...
El tipo entrecruza las manos como si fuera a rezar o como si estuviera pidiendo otros
Quince días de plazo.
Lo mismo acontece con las llamadas “puntadas”.-
--¡Qué le pasa que se toca seguido ahí?...
--Una puntada.
-- ¡No me hable de puntadas! A mí, cuando me agarran… ¡es pa vo ro so! ¡Acà… ¿ve?... cuando me agarran, me agarran acá. ¡Que se yo cuantos médicos me…!
Que los rayos, que análisis, el metabolismo… No saben lo que es. Pero me dijeron que había sólo dos casos como el mío.
El tipo propala la versión con cierto espeso énfasis de teatro italiano.
Y repite, circunscribiendo, para jerarquizarla, la importancia de su vicisitud:
--Dos casos nomás. Uno cree que en Suiza y el otro en Norteamérica.
El del tipo, en el país, es el único.
La “persona de amor propio”, pues, no sólo aspira ser primero en el amor, en el talento, en la lucha romana, en el beber, en el conseguir arroz, sino que, también, en la peritonitis y en las dobles fracturas.
--¡El codo! ¿Se da cuenta? ¡El codo, nada menos! Creían que iba a quedara con el brazo inútil. Todo el peso del cuerpo. El que me puso el yeso me lo dijo:
-- Como su caso, hubo otro nomás. Pero hace años y no acá…