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Revista de ArteS
Buenos Aires - Argentina
Edición Nº 51 - Julio / Agosto 2015

   
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Acerca de los perfumes. IV.

Por el Dr. Felipe Martínez Pérez.                    

 

 

 El perfume pocas veces sale favorecido a la luz del cristianismo, salvo si se usa en el culto o forma parte de la alegría de los prados. Perfumes y moral cristiana marchan por distintos caminos y hasta opuestos e irreconciliables. Un  sonoro contrapunto entre perfume y anatema. La casi totalidad  de los Padres de la Iglesia y Santos Varones se ocupan sin contemplaciones de aquellos.  Sin embargo, la Biblia está llena de olores, perfumados unas veces y malolientes otras, debido al aprecio de Jehová por los holocaustos, pues tanto gusta  del sacrificio en el fuego de cabras y ovejas como de infinidad de tortolillas que se queman en distintos  pasajes, incluidas las que el propio José debe  quemar a consecuencia de la maternidad de María, como una suerte de expiación. Junto a estos aromas desagradables que surgen de los altos lugares del templo, los sacerdotes queman grandes cantidades de maderas aromáticas, desde el incienso y la mirra hasta el bálsamo y el gálbano.

     Por el tiempo que narra la Biblia se constata que los perfumes ya son ampliamente conocidos desde la antigüedad y entre ellos algunos pueblos protagonistas  en los relatos del Antiguo y Nuevo Testamento. La andadura de los perfumes comienza con el mismo Jehová, que quiere darle el espectáculo de los perfumes a los hombres, pero no el secreto, que lo reserva al sacerdote, aunque éste, no iba más allá de preparar el óleo sagrado y quemar incienso y otras maderas; mientras no trascienda a los hombres, se mantendrá esplendoroso y a buen recaudo. Distinto cuando trata de lo que ocurre en la calle por parte de las mujeres. Que a juzgar por el anatema debió ser copioso. La Biblia, llegado el momento deplora su uso, tal como se ve en el juicio a las hijas de Sión que transmite Isaías.

     Ante la soberbia y lascivia demostrada por las judías, el Señor, como castigo no solamente descubrirá sus vergüenzas, tremendo castigo por aquellos días, no muy distinto al que después ha de sufrir Jesús en carne propia; así, además del expolio de sus atavíos adornos y utensilios para alcoholarse, incluidos los pomitos de olor, llegará la pena: “en lugar de los perfumes aromáticos vendrá hediondez; y cuerda en lugar de cinturón, y cabeza rapada en lugar de la compostura del cabello; en lugar de ropa de gala ceñimiento de cilicio y quemadura en vez de hermosura”. (Is.3.16-26) Deja trascender que existen dos clases de perfumes el que cumple con el culto y el que se usa, pero que solo trasciende a la hora de los castigos; como causa y efecto del mismo mal.

     Pero también aparece unido al saber o al conocimiento, como acontece en el pasaje del rey Ezequías y de igual manera en el de Salomón. Cuando ante el primer rey se presentan emisarios de Babilonia, ni bien los oyó, “les mostró toda la casa de sus tesoros plata, oro y especias y ungüentos preciosos”. (2 Reyes 20.13) El trasiego de ungüentos y perfumes en forma de regalos era común entre los pueblos antiguos como lo atestigua la visita que la reina de Saba y su séquito realizan al rey Salomón, al que todos pretendían ver y tratar por su fama de sabio. La reina llega cargada de regalos, “y dio ella al rey ciento veinte talentos de oro, y mucha especiería, y piedras preciosas: nunca vino tan gran cantidad de especias, como la reina de Saba dio al rey Salomón” (1 Reyes 0.10)

     Y con gran cantidad de maderas de sándalo construyó Salomón balaustres, salterios y arpas, que tanto serían tañidas en alabanza Dios como para fruición y regocijo de los mortales que le rodeaban y especialmente de las mujeres, que alcanzaban hasta la abundante cifra mil setecientas reinas y trescientas concubinas. Se necesitan numerosos aromas y cosméticos para satisfacer el ansia de la carne, y alertar el deseo, además, de las resinas especiales para el culto. El mismo templo se erige oloroso merced a las maderas duras como el cedro, el ciprés o el sándalo que Salomón trae especialmente del Líbano y de donde proviene la frase “oler a Líbano”.

    Pero el perfume a pesar de todo lo anterior surge espeso, pecaminoso, mórbido, en los Proverbios:

He salido a encontrarte y te he hallado
He adornado mi cama con colchas
Recamadas  con cordoncillo de Egipto;
He perfumado mi cámara
Con mirra, áloes y canela.
Ven embriaguémonos de amores hasta mañana. (Prov. 7)

     Se ve con claridad, que al primer resquicio bíblico, el perfume se liga a la seducción y concupiscencia de la carne. Por otra parte es de señalar y recalcar la buena acogida de los perfumes, o al menos, la ausencia de diatribas, cuando quienes los usan son reyes, como acontece con el pasaje del rey Asuero aunque no se corresponda con el pueblo levítico, dado que reinaba desde la India hasta Etiopía. Su mujer, la reina Vasti, de gran belleza, desoye la orden de comparecer delante de sus invitados y ante la negativa el rey busca vírgenes por sus dominios y aparece Esther, la cual encubre su origen judío “Y cuando llegaba el tiempo de cada una de las doncellas para venir al rey Asuero, después de haber estado doce meses conforme a la ley acerca de las mujeres, pues así se cumplía el tiempo de sus atavíos, esto es, seis meses con óleo de mirra y seis meses con perfumes aromáticos y afeites de mujeres”.(Esth.2.12)  No está de más aclarar que esta especie de inmolación de Esther traerá como consecuencia la salvación de los judíos que moraban en Persia. Es decir, el perfume pecaminoso traspasando la frontera de lo permitido, en cuyo caso no hay pecado, dado que se trata de fuerza mayor.

     Dejando de lado el momento precioso en que es ungido de perfumes Jesucristo que trataré después, solamente en una oportunidad se hace alusión a los perfumes sin cortapisa alguna. Tal momento acontece en el Cantar de los Cantares y se erige como un bellísimo oasis lleno de agua fresca en donde, ni los Santos Padres, ni los teólogos son capaces de abrevar; tanta frescura les enfría, tanto erotismo les hace temblar de la cabeza a los pies, tanto ungüento derramado por la carne les provoca a la tergiversación; la luminosa claridad  de la belleza les asusta y de lo que era totalmente simple saldrá algo complejo por lo abigarrado. No está demás traer a colación algunos pasajes.

3     A más del olor de tus suaves ungüentos
Tu nombre es como ungüento derramado
12   Mientras el rey estaba en su reclinatorio,
mi nardo dio su olor.
14   Racimo de flores alheña en las viñas de Engadi
es para mi amado.
16   Mi amado es mío, y yo suya;
El apacienta entre lirios.

3.6. ¿Quién es ésta que sube del desierto como
Columna de humo?  ,
Sahumada de mirra y de incienso
Y de todo polvo aromático?
10   ¡Cuánto mejores que el vino tus
amores,
Y el olor de tus ungüentos que
todas las especies aromáticas!

     Esta joya perfumada que es el Cantar de los Cantares casi engarzada a contramano de toda la masa conceptual bíblica, tiene tal fuerza en la fragancia de sus aromas, que se meten de rondón, sin pedir permiso, por los áridos entresijos de los demás paisajes. Es un alto en el camino para embriagarse de amor perfumado. Sucede, sin embargo,  que permanecen suspensas en el ambiente tal cantidad de fragancias a contrapelo de los mandatos bíblicos que al olerlas los antiguos rabinos y los cristianos se desorientan y dudan. No saben si mantener el botecillo abierto y dejar en libertad los aromas o ahogarlos con las ataduras de las más peregrinas interpretaciones. Ante la lectura del Cantar solo perciben desasosiego, tanto por lo que dice y sugiere, como por lo inusitado de su aparición. El cristianismo toma conciencia, que debe interpretarlo de manera que amor y perfume no saquen de madre a los hombres, y ante tanta turbación, transporte y arrebato, diluir en los libros, potencia y concepto global.

     Es necesario darle un sentido a los efluvios que bañan los cuerpos y encontrar el resquicio por donde se evada el recuerdo que un perfume fija en cada recodo de la carne. A los Padres de la Iglesia les quema los sentidos tanta proyección de lirios y jacintos y les enajena el humo que se esparce de resinas y áloes. El moralista necesita poner molde a la intempestiva invasión de los perfumes y si el rabino duda en asimilarlo al libro, Orígenes, no duda un solo instante en que debe amansarlos, acotarlos, y encerrarlos con la doble llave de la alegoría, como condición indispensable para no llegar a la amputación. El perfume para salvarse, arguyen, debe volver a Dios, como está escrito; son  honras a Dios. Pero también son conscientes que la fuerza del perfume de las distintas fragancias, no admite contención, ni frascos, ni apriscos. Hay que dejarse adormilar por los aromas y triscar junto a la carne por los collados del incienso, apacentar el desahogo entre los lirios, reposar entre los pechos anhelantes con flores de alheña, y deambular por las mejillas de la amada espigando ungüentos.

     El fino erotismo de la carne y la seducción que de ella emana, por obra de los perfumes, irradia tal esplendor que en principio enceguece a los Padres de la Iglesia. En realidad, los perfumes ungen los sentidos y marchan desde inmemorial junto a Eros. En consecuencia, los moralistas encuentran que los caminos se tornan inquietantes y deslizan en la lascivia, y echan mano del anatema como herramienta de trabajo.  Plinio entiende, sin estigmatizar, que las fragancias tienen una prodigiosa influencia sobre los sentidos: “los ungüentos luego se exhalan y resuelven y mueren con sus horas. El mayor bien que tienen es que pasando alguna mujer, combiden e inciten con el olor a los que entienden en otra cosa”. (1)   Pues, ya se sabe, a los que entienden en otra cosa.

 

 (1) Plinio, El mayor. Historia Natural. Traducida y anotada por el Licenciado Gerónimo de Huerta. Universidad Nacional de México. México. 1976.

 

   
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