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Revista de ArteS
Buenos Aires - Argentina
Edición Nº 51 - Julio / Agosto 2015

   
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SIGNIFICADO Y NECESIDAD DE LA RISA 

 

Arthur García Núñez, " WIMPI" (1905-1956)

Nunca pudo uno olvidar unos versitos de encantadora sencillez, al parecer muy humildes, que escuchó hace mucho, ya. Al tiempo de ofrecer un enamorado las flores recogidas en lo alto de la montaña, le decía a la mujer bien querida: "Yo las más altas quería /ya trepar las sierras fui /que si en las cumbres había / de las cumbres las traería /puesto eran para ti".

Al parecer muy humildes y, sin embargo, hay en eso una como exaltación heroica del propio yo, que es lo que le trasmite importancia a la ofrenda. Aun en la esfera del amor, -y amor consiste en la entrega más cándida y total- el yo prevalece significativamente sobre todo lo demás. Recuerden ustedes lo de "Yo he de traerte rendidos / diez corazones heridos / en el razón suspendidos / de mi caballo alazán". Siempre el yo, el personaje principal. Cuando antiguo caballero había matado a veinte para dejarse libre el camino hacia los pies de su dama, al hincarse ante ella y decirle, como le decía "perdonad, señora, si fueron tan pocos", no conseguía, no con eso, disimular su fanfarronería; cualquiera habría adivinado que él, por dentro, pensaba "¡no te das cuenta que soy un fenómeno!". George Simmel, en un libro titulado "La intuición de la vida", que rezuma pensamiento y sentidos, va más lejos en la exposición de la experiencia de propiedad: En vez de hablar de la propiedad de un mérito (propiedad que se concede para reafirmar su propio yo, el que alude a su hazaña) Simmel habla de la propiedad de una pelota. Y pone a un niño, como protagonista del ejemplo, porque en el niño no está enmascarada la estridente afirmación del yo. El niño es el dueño de la pelota y otro niño desconocido quiere recogerla del suelo para jugar con ella. El dueño de la pelota gritará entonces, sin disimulo alguno: "Esa pelota es mía".

Aparece el yo en su presencia global e inespecificable. Inespecificable, porque no podría decirse que el yo es la suma de un cuerpo, de unas manos, de unas piernas, de una cabellera, de unas vísceras.

El yo es otra cosa total, ante el que tanto los psicólogos como los filósofos se han visto traicionados por el lenguaje cuando quisieron definirlo.

Pero lo importante es que el niño de la pelota no se aparta de la afirmación de su propio yo ni aún cuándo resuelve prestársela al otro: "Yo te presto esta pelota que es mía, pero sabe bien que soy yo quien te la presta, porque quiero, y que yo puedo quitártela en cualquier momento si me da la gana".

Quiere uno evitar en lo posible las citas de los tratadistas del yo, desde Freud a Gabriel Marcel, para tratar de facilitar, también en lo posible, una noción que resulta absolutamente necesaria a esta altura del tema.

Hay que distinguir muy bien entre el "yo" y el "mi". "Mi" dolor de cabeza me duele a mí, pero no es el yo. Además, el "yo" no es una cosa como no es, tampoco, una cosa el tú. Se ha establecido una diferencia fundamental entre el yo, el tu y el eso. El tú, sólo llega a ser eso, cuando se transforma en objeto de observación. En cosa. Diríase que hasta en la conversación corriente surge esa diferencia ya que cuando uno, al referirse a otro, dice "ése", hay siempre, en "ése", sino una intención por lo menos un inevitable tono despectivo. Porque el eso, es la cosa.

Referirse a otro diciendo "ése", parecería que consistiera hasta en quitarle su condición de prójimo.

El yo no es una suma de elementos, es una realización constante. Es una unidad mantenida, que asume el pasado y se sitúa frente al futuro. El yo es la mismidad.

Aquel filósofo místico alemán Enrique Eckart, llamado "el maestro Eckart" -una especie de Hegel católico- escribió algo una vez que puede ilustrar lo que uno acaba de decir. Eso de Eckart es así: "El que yo sea un hombre eso lo comparto con otro hombre. El que vea y oiga y el que coma y beba, es lo que por igual hacen todos los animales. Pero el que yo sea yo, es mío exclusivamente y me pertenece ya nadie más, a ningún otro hombre".

El hombre -su alma- así uno solo, irreemplazable, único, se encuentra, empero, frente al eso, que son las cosas y frente al tú, que es el prójimo. Veamos primero la posición del hombre frente a las cosas. Cada una tiene su valor. La manera más sencilla en que puede definirse al valor, es decir que valor es la propiedad que tienen las cosas deseadas.

Las cosas no vienen hacia el hombre, es el hombre quien va hacia ellas. Y no se adapta a la ausencia de las cosas deseadas, de su vida. El modo de adaptación del animal a su mundo, permanece siempre inalterable, si el instinto del animal no es, en un momento dado, apto para ajustarse con éxito a los cambios del ambiente, la especie se extingue. El animal es una parte fija e invariable de su mundo: su alternativa es la de adaptarse o morir; El hombre surge en el mundo, en cambio, dotado de nuevas cualidades que lo diferencian fundamentalmente del animal: el hombre se advierte a sí mismo como una entidad separada, recuerda el pasado, vislumbra el futuro, con la imaginación llega más allá del alcance de sus sentidos.

El hombre es para Heidegger y para Jaspers un "poder ser", un impulso, un salto, un ser por delante de sí. Es a ese movimiento qué los existencialistas le llaman la "trascendencia" del hombre. La conciencia de sí mismo, la razón y la imaginación, han roto la armonía con el ambiente que caracteriza la existencia animal.

Bien dice Erich Fromm en su libro titulado "Etica y psicoanálisis" que esa conciencia de sí mismo, esa razón y esa imaginación, han hecho del hombre una anomalía, una extravagancia del universo.

Es parte de la naturaleza, sujeto a sus leyes físicas e incapaz de modificarlas y, sin embargo, trasciende al resto de la Naturaleza. Lanzado a este mundo en un lugar y tiempo accidentales, está obligado a salir de él también accidentalmente. Teniendo conciencia de sí mismo, se da cuenta de su impotencia y de sus limitaciones. Volviendo al citado libro de Fromm, ha recogido uno, de él, una observación interesante: lo mismo que hizo la bendición del hombre, lo mismo que lo hizo amo de la Creación con respecto a los demás animales, constituyó su maldición. Esto que vamos a repetir de Sartre, parece complicado; pero no lo es: el hombre, aunque todavía no sea lo qué será, ya es, en el momento, más de lo que es. Porque la imaginación le hace saltar sobre su límite y, antes de haberse realizado, ya encuentra otro límite más adelante.

Parece un juego de palabras esto otro que dice Sartre y, sin embargo, si piensan ustedes un poco, lo encontrarán oscuro, sí, pero transparente, como un negro envuelto en celofán: el hombre es el ser que no es lo que es y es lo que no es.

Ahora veamos en qué forma se ve enfrentado con las cosas. Uno cree, que los hombres no están en desacuerdo entre ellos porque quieran cosas distintas sino precisamente, porque quieren las mismas: o el mismo cargo o la misma butaca o el mismo petróleo o la misma mujer. Habría que insistir un poco acá en las diferencias que hay entre el aspirar y el querer.

Entre el anhelar y el desear. Las cosas tienen una categoría, la diferencia de categorías de las cosas son los valores: el hombre se sitúa frente a esos valores.

Y escoge. Y bien, cuando la gana se formaliza en actitud, el hombre quiere; cuando el anhelo se diluye en sueño, el hombre aspira. Hace notar Beck -y no tiene uno más remedio que volver a alguien con más autoridad para reafirmar lo que dice- que aun el gesto exterior del que quiere -la tensión, el vigor, la rapidez de los movimientos- contrasta con el exterior del que sólo aspira, del que sólo anhela: el que quiere tiene poder sobre sí mismo, el que sólo anhela se deja ir. Además, el querer no puede sino dirigirse a algo posible; pero puede anhelarse algo imposible, utópico, fantástico.

El yo que aspira, se anticipa vagamente la posesión de lo aspirado en el aspirar mismo; el yo que quiere buscar lo que quiere y lo agarra con fuerza. El hombre que quiere, para emplear el lenguaje más corriente, "va derecho viejo", el hombre que aspira, es aquel del que se dice que "no sabe lo que quiere". Y bien: debemos reconocer que siempre ha sido mayor en el mundo el número de los que no saben lo que quieren, que el de los que pudieron conseguir lo que querían.

Los que habían querido una cosa y no pudieron obtenerla porque les fue arrebatada, transforman el querer preciso, en un vago aspirar; pero sin duda alguno, quedan resentidos. Los que obtuvieron la cosa, por lo general deben engañarse a sí mismos, simular ante los demás y enmascararse para comparecer ante la propia conciencia, es el deguismán, el disfraz de que habla Adler. Y también quedan resentidos. En ambos casos hay una represión violenta. Dice Scheler que el resentimiento es un "re sentir".

Un volver a sentir. Quizás la palabra "rencor" fuese la más apropiada para indicar él elemento fundamental de este movimiento dé hostilidad que es el resentimiento. El resentimiento es una autointoxicación psíquica; es una actitud permanente que surge al ser reprimidas sistemáticamente las descargas de ciertas emociones las cuales son en sí normales y pertenecen al estilo, al fondo de la naturaleza humana. Pero el hombre reprime la descarga de esas emociones que suscitan en él la lucha con las cosas, y la lucha con el prójimo por las cosas, por seguridad personal como se dijo con anterioridad. Además, se ha visto que el hombre es, de entre todos los animales, el de más difícil adaptación, el menos conformable. Quiere una cosa y quiere, al mismo tiempo, que sea esa y no otra. Cuando fracasa en la demanda, se indigna y reprime su emoción. Así sé va formalizando aquella actitud de resentimiento. (Ya dijo uno, que cuando cita a los sabios no es de ninguna manera, por la pobre vanidad de hacer ver que los ha leído, los cita antes bien para no pasar por demasiado modesto atribuyéndose, uno, lo que ellos dijeron). Y bien: viene a quedar confirmada la teoría de que la risa tiene su origen en el resentimiento -en la descarga del resentimiento ante la degradación de un valor- viene a quedar eso confirmado en uno de los pocos descubrimientos que se han hecho sobre el origen de los juicios morales de valor, y que es el de Federico Nietzsche cuando dice, en "Genealogía de la Moral", que el resentimiento es una fuente de tales juicios de valor.

Y la risa, como se ha dicho en el segundo capítulo, es un juicio de valor negativo. Es un juicio de valor negativo: porque es la sanción, diremos así, de una desvalorización.

Algo que pudo uno, observar personalmente es que los estallidos de furor no llegan a neutralizar el resentimiento moral del tipo. Siempre queda la raíz del resentimiento intacta, de la que vuelve a nacer la actitud psíquica permanente a la que antes nos habíamos referido; Ortega y Gasset habló una vez de la funcionalidad simbólica. Es esa actitud de descargar en una cosa el estrilo que ha producido otra. Al hombre lo atropellan por la calle, le hacen caer el portafolio y cuando el otro le pide los famosos mil perdones, el hombre responde con el también famoso "no es nada". Pero cuando llega a la casa le da un puntapié al perro, que fue a recibirlo, contesta mal al saludo de la familia, come sin hablar, protesta por la comida y, todavía, al día siguiente en el baño mientras se afeita palabrotea solo, mirándose al espejo, contra el que lo había atropellado. Pero eso no es suficiente para curar al tipo del resentimiento. Son muchas las cosas que debe callar un día tras otro; el hábito no consigue sino muy por fuera avezar al hombre en su lucha contra la permanente hostilidad del medio. En lo hondo queda el resabio de lo que se padece y de lo que se aguanta. Habíamos dicho antes que correspondían, asimismo, dos palabras –luego de estas sobre el hombre ante las cosas- referentes al hombre frente a su prójimo. Cree uno que a pesar de haber sido prolijamente estudiado lo que Heidegger llama en alemán mit sein, coexistencia o "ser con otros", no se dijo nada aún de la mirada del otro, como productora de resentimiento.

La mirada no es "una cosa" como todo lo demás que se le ve al tipo. La mirada es la aparición del espíritu bajo una forma concreta.

Es la mirada del otro lo que determina, casi exclusivamente, las reacciones del tipo. Aquel que habló del impudor de los cadáveres quiso señalar la indiferencia de un cuerpo, en cuanto cuerpo, a la presencia de la mirada.

Hace notar Vicente Fatone, en un libro sobre existencialismo y libertad creadora, que incluso la imaginada mirada de un retrato o ante el recuerdo de una mirada, hacen nacer en el tipo el pudor. Hay una coplita de Manuel Machado que dice: "El ojo que ves no es -ojo porque tú lo miras- es ojo porque te ve". Pero todos, yo y el otro, podemos decir lo mismo. De manera qué lo principal es la mirada. La mirada del otro desnuda y esclavizada, sorprende y descubre. La mirada del otro consigue tomar un punto de vista sobre el tipo, cosa que el tipo no puede hacer consigo mismo. Se le ocurre a uno ahora que ya los primitivos presentían algo de esto que ahora se analiza con tanto apasionamiento por parte de también tantos investigadores, porque creían que la mirada del otro dañaba. Antes de la superstición del mal de ojo, ya se admitía que la mirada podía comer una presencia. De ahí que estuviera prohibido mirar a ciertos jefes del clan. La mirada del otro convierte al tipo en objeto, por eso es que a nadie le gusta ser mirado por el otro. Más bien ser "observado" por el otro. El que sólo miraba -si es que alguien miraba sólo mira sin observar en absoluto- está situado como un Adán, ingenuamente, inocentemente ante los demás. Pero el que observa hiere. El que observa se apodera del observado, cuando el observado advierte que le observan.

Pero no puede protestar, no puede entablar querella alguna porque a su vez, él, sólo en la mirada del otro encuentra al otro. Y en el otro, observado, se despiertan, allá en el fondo último, las mismas reacciones que en el tipo, reacciones que son reprimidas y que acumulan más resentimiento aun. Y lo interesante --lo interesante y lo tremendo- es que necesitamos de la mirada del otro para ser realmente nosotros. La mirada en el espejo, sólo revela un rostro en el que, si aflorara a nuestra conciencia lo que revuelve esa visión en el alma, sería un rostro en el que cada día nos reconoceríamos menos. El espejo es una ventana a la que el tipo se asoma para verse como querría ser, que es como nunca les parece a los demás.

La mirada del otro domina nuestra libertad, nos quita algo, nos desvaloriza. Cuando el otro lo mira, el tipo se compone, camina de otra manera, hace otros gestos.

Y aquellos que se precian de cumplir con el viejo refrán de que hay que ser caballeros cuando nos miran y cuando no nos miran, es porque imaginan, estando solos, que podrían ser mirados. El poder de la mirada sobre el otro, para ir terminando, surge de lo que decía, en cierta ocasión, un hombre muy propenso a apocarse y avergonzarse ante los demás: Decía, "cuando una persona me inspira demasiado respeto, me la imagino sin ropa ninguna, con sombrero Panamá y buscando dos reales debajo del ropero. Le perdía el respeto en seguida".

Hasta aquí cuanto ha podido decir uno, más o menos prudentemente, sobre las causas del resentimiento. En el próximo capítulo, que es el último, aclararemos, en una síntesis general de los temas que se han desarrollado, el supuesto de que el resentimiento es una fuente de juicios de valor moral. Sólo cuando los hombres no necesitaran reír, como vinieron necesitándolo imperiosamente hasta ahora sobre la tierra, podríamos decir, con razones de peso, que los hombres viven contentos en el mundo. 

 

El verdadero nombre de Wimpi era Arthur García Núñez. Nació en Montevideo en 1905. Se instaló de muy joven con su madre en Buenos Aires, y estudió en el Colegio Nacional Mariano Moreno, para ingresar más tarde en la Facultad de Medicina, pero abandonó la carrera, estuvo un tiempo en el Chaco y volvió a Uruguay. Fue redactor de El Imparcial y posteriormente del diario El Plata.

Sus columnas radiales le dieron gran notoriedad. La prensa porteña acogió con entusiasmo sobre la mitad de la década del 40 sus relatos costumbristas y humorísticos. El gusano loco y Los cuentos del viejo Varela fueron los únicos libros que publicó por decisión propia.

Extremadamente autocrítico quemó muchos de sus originales. La taza de tilo, Ventana a la calle, Cartas de animales, Viaje alrededor de un sofá, Vea amigo, La risa, Los cuentos de Don Claudio Machín, El fogón del viejo Varela y La calle del gato que pesca fueron publicados luego de su muerte, que se produjo en Buenos Aires el 9 de setiembre de 1956.

 

 

 

Fuentes:
La Risa - Editorial Freeland (Bs. As.) - 1ª edición, 1973

 

   
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