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Revista de ArteS
Buenos Aires - Argentina
Edición Nº 54 - Mayo 2016

   
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LITERATURA

John Maxwell Coetzee  

Coetzee nació en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en 1940 y estudió en las universidades de Ciudad del Cabo y Texas. Desde 1971 da clases en la Universidad de Ciudad del Cabo. Sus novelas, a menudo alegóricas o simbólicas, atacan el sistema del apartheid en Sudáfrica o echan abajo los ejemplos históricos del colonialismo. Pocos escritores sudafricanos han sabido equilibrar tan bien como Coetzee el reclamo de la justicia social con las exigencias técnicas y estéticas de la novela. Ganó el premio Booker por Vida y época de Michael K (1983), historia de un luchador por la libertad. Otras novelas son Tierras en penumbra (1974), En el corazón del país (1977), Esperando a los bárbaros (1980) y Foe (1986). También ha publicado varios libros de ensayos, como Doblando el cabo: Ensayos y entrevistas (1994). Su novela El maestro de Petersburgo (1994) explora nuevos horizontes narrativos, haciendo regresar a un Dostoievski ficticio al San Petersburgo de 1869 desde su autoexilio de Dresden, donde se había escondido de sus acreedores rusos. En el año 2003 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura. 

 

La edad de hierro (fragmento)

“La televisión. ¿Por qué la veo? El desfile de políticos todas las noches: solamente tengo que ver esas caras toscas e inexpresivas, tan familiares desde la infancia, para sentir abatimiento y náuseas. Los matones de la última fila de pupitres de la clase, chavales torpes y huesudos, ya crecidos y ascendidos para gobernar la tierra. Con sus padres y sus madres, con sus tías y tíos, con sus hermanos y hermanas: una horda de langostas negras infestando el país, masticando sin cesar, devorando vidas. ¿Por qué los sigo mirando, si me llenan de horror y de asco? ¿Por qué dejo que entren en la casa? ¿Tal vez porque el reinado de la familia de langostas es la verdad de Suráfrica, y la verdad es lo que me pone enferma? Ya no se molestan en arrogarse legitimidad. Se han sacudido de encima la razón. Lo que los absorbe es el poder y el estupor del poder. Comer y beber, masticar vidas, eructar. El parloteo lento y con la barriga llena. Sentados en círculo, debatiendo pesadamente, emitiendo decretos como mazazos: muerte, muerte, muerte. Sin preocuparse por el hedor. Párpados pesados, ojos porcinos, iluminados por la astucia de generaciones de campesinos. Conspirando los unos contra los otros: lentas conspiraciones de campesinos que tardan décadas en madurar. Los nuevos africanos, hombres barrigones y de mejillas colgantes sentados en sillas de oficina: reyes Cetewayo y Dingaan con pieles blancas. Enormes testículos de toro apretados contra sus mujeres y sus hijos, apretando hasta que les quitan toda la chispa. Ya no queda ninguna chispa en sus propios corazones. Corazones lentos, pesados como pudines de sangre. 

Y su mensaje estúpidamente invariable, siempre la misma estupidez. Su gesta, después de años de meditación etimológica sobre la palabra, es haber convertido la estupidez en virtud. Dejar estupefacto: despojar de sentimiento; aturdir, ofuscar, llenar de perplejidad. Estupor: insensibilidad, apatía, torpeza mental. Estúpido: con las facultades ofuscadas, indiferente, desprovisto de pensamiento o de sentimiento. De stupere, quedarse atónito o pasmado. Hay una relación de grado de estupor y estupefacción a estupidez, la esencia de la petrificación. El mensaje: que el mensaje no cambie nunca. Un mensaje que convierte a la gente en piedra.”

 

Desgracia (fragmento)

«Él disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación. Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.

 (...)

Desde detrás de la casa le llegan unas voces. Los ladridos de los perros vuelven a crecer, se les nota más excitados. Se pone de pie sobre la tapa del retrete y otea entre los barrotes del ventanuco. 

Con el fusil de Lucy y una abultada bolsa de basura, el segundo hombre desaparece en ese instante al doblar la esquina de la casa. Se cierra la portezuela de un coche. Reconoce el ruido: es su coche. El hombre reaparece con las manos vacías. Durante un instante, los dos se miran directamente a los ojos. «Hai!», dice el hombre; sonríe con mala cara y le grita algunas palabras. Se oye una carcajada. Acto seguido, el chico se le suma y los dos se plantan bajo el ventanuco, inspeccionando al prisionero y discutiendo su destino.

(...)

Acerca del festejo, acerca del chico de los ojos centelleantes, Petrus no dice ni palabra. Es como si nada hubiera ocurrido. 

 Ya en la presa, el papel que le toca representar pronto queda bien claro. Petrus no lo necesita para que le dé consejos sobre las juntas de las tuberías ni sobre asuntos de fontanería, sino para que le sujete cada cosa, para que le pase las herramientas; a decir verdad, para ser su handlanger. No es un papel al que él ponga reparos. Petrus es un buen trabajador manual, se aprende viéndolo hacer las cosas. Es el propio Petrus quien ha comenzado a desagradarle. A medida que Petrus sigue devanando sus planes, él se vuelve más gélido con él. No le haría ninguna gracia verse abandonado en una isla desierta a solas con Petrus. Desde luego que no le gustaría nada estar casado con él. Una personalidad dominante. Su joven esposa parece feliz, pero él se pregunta qué historias podrá contar la esposa vieja. 

A la postre, cuando se harta, lo corta en seco."

 

Infancia (fragmento)

«La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable. Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?

(...)

¿Por qué le es tan fácil hablar con Agnes? ¿Porque es una chica? A cualquier cosa que venga de él, ella parece responder sin reservas, con dulzura y presteza. Ella es prima hermana suya, por lo tanto no pueden enamorarse ni casarse. De alguna forma, eso es un alivio: es libre de ser amigo de ella, de abrirle el corazón. Pero ¿y si a pesar de todo está enamorado de ella? ¿Es esto el amor, esta generosidad natural, este sentimiento de ser comprendido por fin, de no tener que fingir? 

Durante todo el día y también al día siguiente los esquiladores trabajan, parando apenas para comer, retándose unos a otros para comprobar quién es el más rápido. Cuando llega la noche del segundo día todo el trabajo está terminado, todas las ovejas de la granja han sido esquiladas. El tío Son saca una bolsa de lona llena de billetes y monedas, y paga a cada esquilador según el recuento de judías. Después hay otro fuego, otro banquete. A la mañana siguiente ya se han ido y la granja puede recobrar su ritmo lento de siempre.

(...)

En la fotografía que hay en la habitación de la tía Annie, Balthazar du Biel tiene los ojos ceñudos, penetrantes y los labios finos y tensos. Junto a él, su mujer parece cansada y afligida. Era hija de otro misionero, y Balthazar du Biel la conoció cuando vino a Sudáfrica a convertir a los paganos. Más tarde, cuando viajó a Estados Unidos a predicar el Evangelio, se los llevó a ella y a sus tres hijos. En un vapor de ruedas del Mississippi alguien le regaló a su hija Annie una manzana, y ella se la llevó para enseñársela. La azotó por haber hablado con un extraño. Estos son los nuevos hechos que conoce de Balthazar, más lo que contiene el pesado libro de tapas rojas del que hay muchos más ejemplares en el mundo de los que el mundo quiere. 

Los tres hijos de Balthazar son Annie, Louisa –la madre de su madre– y Albert, que aparece en las fotografías de la habitación de la tía Annie como un chico de mirada asustada vestido de marinero. Ahora Albert es el tío Albert, un viejo encorvado de carnes blancas pastosas como un champiñón que temblequea todo el tiempo y tiene que apoyarse en alguien al andar. El tío Albert nunca ha ganado un sueldo decente. Se ha pasado la vida escribiendo libros y cuentos; su mujer ha sido la que ha salido a trabajar. "

Fuente:
www.epdlp.com

 

 

   
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