Revista de Artes
Edición nº 13

marzo / abril 2009
Buenos Aires
- Argentina


 

DESDE GRANADA, ESPAÑA, RECIBIMOS Y COMPARTIMOS UN CUENTO DE

Carlos Almira Picazo*

MÓNICA

Yo amé a Mónica cuando estudiábamos en la Facu de Letras. Hace poco volví a verla entre la gente que suele arremolinarse en la entrada de Correos. Ambos disimulamos y seguimos nuestro camino. Ella empujaba un carrito de bebé, tan elegante como siempre, con prisas porque le cambiaba el semáforo. Yo no recuerdo adónde iba.
Por lo poco que pude ver, era aún más atractiva que la estudiante que yo recordaba (para ser francos, apenas conservo una imagen borrosa de ella): me pareció con más aplomo y seguridad, incluso más femenina; con la finura opulenta de las mujeres maduras que han sido muy guapas y que han sufrido por ello, o por otras cosas.
Horas después tumbado en mi cama, recordé cuánto la había querido y sobre todo, deseado: es normal que al cabo de los años, las pasiones e incluso el cariño, se extingan. Pero no deja de ser un misterio.
Tras un lustro de ensueño y rutina, de griegos y romanos, de exámenes absolutamente trascendentes, al fin se acercaba el momento de la verdad: un clima de excitada incertidumbre se iba apoderando de las aulas, los pasillos, y la cafetería; como si aquella etapa de nuestra vida necesitara justificarse ahora con los duros hechos, so pena de caer en lo absurdo de un tiempo desperdiciado.
Cada uno de nosotros reaccionó como es natural, según su carácter y sus circunstancias: el fantasma del paro, y la sospecha corrosiva de haber vivido todos aquellos cursos fuera de la realidad, no nos afectaba de la misma manera.
Quien no tenía a un familiar o un conocido que lo iba a colocar en cuanto tuviera el título, y no preparaba ya las oposiciones, huía como nosotros, por el fácil camino de la crítica y la ensoñación.
Mi amigo Crespo, por ejemplo, terminó de hacerse alcohólico; Julián bajaba cada mañana, al final de las clases, en su destartalada moto a bañarse al río Genil; Mariola se dedicó a escribir a los periódicos; Miguel se hizo poeta; yo me enamoré de Mónica.
Por lo demás, nuestra historia no tuvo nada de extraordinario.
Al volver de las últimas vacaciones de Navidad, un día charlábamos de todo y de nada en la cafetería (ahora pasábamos más horas allí que en las clases), cuando Julián suspiró: ¿qué tenía? Acababa de pasar Mónica, la chica más guapa y fina de quinto.
Aunque ella no pertenecía a nuestro grupo, no era una repipi inaccesible. Todo lo contrario, sonreía y hablaba con todo el mundo; poseía una sencillez, una naturalidad que desarmaban. Más de un don Juan se estrelló con ellas.
Aquella mañana llevaba su abrigo color café; el pañuelo de seda; dos o tres pulseras finas entrechocaban en su antebrazo; el imperdible en el moño italiano; el bolso grande y claro, lleno de hebillas; los libros; los zapatos exóticos, sin tacón…nos miró, y sonrió a Crespo que ya cabeceaba por el cuarto o el quinto coñac.
En este punto tengo que describirme por lo que luego se verá: yo parecía sacado de una novela de Alejandro Dumas; llevaba el pelo, muy negro, abundante y ondulado, rozándome los hombros; unas gafas pequeñas, de montura redonda, perpetuamente empañadas; vestía demodé, sin llegar al desaliño; era flaco, tímido, distraído, como quien vive en su mundo.
En suma, Mónica y yo éramos todo lo diferentes que cabe. Pero al día siguiente, al terminar las clases, corrí hacia cierta parada de autobús.
Ella pasaba siempre por allí. Por mi parte, yo prefería bajar andando, cruzar dando un paseo el centro, la catedral, y el puente de los Escolapios, hasta mi barrio. Aquel autobús de estudiantes, por otra parte, siempre iba lleno, era lento e incómodo.
Desde aquel día, sin embargo, Mónica me encontró siempre allí, bajo la marquesina llena, como un pasmarote mirando hacia la embocadura de la calle por donde ella debía aparecer. En cuanto me veía la sonrisa hermoseaba su cara. Sin alterar el paso, cruzaba frente a mí y me saludaba con un gesto, que invariablemente yo malinterpretaba como consentimiento y complicidad.
Al cabo de unas semanas, ella debió hartarse de aquel rito enojoso. Por lo demás, yo nunca la abordaba. Cada vez llegaba más tarde, y pasaba más deprisa. A veces ni siquiera venía. Fueron semanas de angustia. Hasta que una mañana apareció, diez minutos antes de que empezaran las clases, del brazo de un desconocido.
Así acabó nuestra historia de amor.
Entraba con fuerza la primavera. Ahora, incluso a media mañana, yo desaparecía con Crespo por los bares del centro; o bajaba encaramado a la moto con Julián al río; escribí mis primeros versos; me aficioné a las teterías.
Alguna vez cuando nos cruzábamos por los pasillos, me parecía que ella me miraba con insistencia. Pero al fin llegó el verano, la desbandada, las despedidas después de un lustro, se dice pronto.
Un día, aproximadamente un año después, salía de la Facu donde había subido a arreglar unos papeles, cuando la veo venir del brazo de otro chico distinto; de pronto sentí un escalofrío.
El muchacho vestía, tenía el mismo aspecto que yo aquel último curso. ¡Si era yo!
Ahora la busco, ya ha cruzado el semáforo, se aleja entre la gente empujando el carrito.    


 

* Carlos Almira Picazo.
Nacido en Castellón, el 31-05-1965. Reside en Granada, España.
Doctor en Geografía e Historia por la Universidad de Granada.
Profesor de Geografía e Historia del IES Hiponova (Montefrío).

Ha publicado numerosos libros.

recomendar la Revista a un amigo

 

Revista de Artes - Nº 13 - Marzo / Abril 2009
Buenos Aires - Argentina
Todos los derechos reservados. Sólo se permite la reproducción siempre que
sea citada la fuente y se inserte el enlace a www.revistadeartes.com.ar