Buenos Aires - Argentina
Edición Nº 39 - Julio / Agosto 2013
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LITERATURA    

Osamu Dazai

cuentos

Osamu Dazai nació Tsushima Shuji en Kanagi en la prefectura de Aomori, en 1909. Su padre era el mayor propietario de tierras. Dazai fue uno de los once hijos. Como su madre era demasiado débil para cuidar de todos sus hijos, vivía con una tía. Empezó a escribir temprano y, en 1943, fue a la Universidad de Tokio para estudiar literatura francesa. Al mismo tiempo, comenzó a coquetear con el comunismo. Fue también en esta época, que hizo su primer intento de suicidio. Osamu Dazai se suicidó con su amante en Tokio, arrojándose a un canal del río Tama. Era 1948 y estaba a punto de cumplir los cuarenta años. Anteriormente, ya lo había intentado en otras cuatro ocasiones. Hacía pocos meses que había sido publicado "Indigno de ser humano / Ningen Shikkaku" (1948, Ed. Sajalín 2010), considerado la mejor obra de su breve bibliografía y pieza clave de la literatura japonesa contemporánea, habiendo llegado a superar, en la actualidad, los diez millones de ejemplares vendidos. Décimo hijo de una familia acomodada, estudió literatura francesa en la universidad de Tokio. Cuando la dejó, fue para militar en el clandestino movimiento comunista, lo que le valió ser encarcelado y torturado por el régimen militar. Autor de varios libros de relatos y de dos novelas, fue candidato al premio Akutagawa en 1935 y 36 .Desheredado por su padre a causa de una relación con una geishade rango menor, Osamu malvivió devorado por su adicción a la morfina y al alcohol, que le llevaron a intentar quitarse varias veces la vida hasta que finalmente lo consiguió. Conviene no olvidar el fuerte componente de honor que en la cultura japonesa suele llevar asociado el suicidio.

ESPERANDO

Todos los días voy a la pequeña estación de tren a buscar a alguien. Quién es ese alguien, no lo sé.
Siempre paso por ahí después de hacer las compras en el mercado. Me siento en una fría banca, pongo la cesta de las compras sobre mis rodillas, y miro abstraídamente hacia los molinetes. Cada vez que llega un tren, una multitud de pasajeros es escupida hacia afuera desde las puertas de los vagones. La muchedumbre avanza en tropel hacia los molinetes, y las personas, todas con la misma cara de enojo, sacan los pases y entregan los boletos. Luego, sin mirar hacia los costados, caminan precipitadamente. Pasan por delante de mi banca, salen hacia la plaza que está frente a la estación, y se van cada uno por su lado. Yo sigo sentada distraídamente. ¿Qué sucedería si alguien sonriese y me hablase? ¡Ay no, por Dios! La mera posibilidad me pone tan nerviosa que me estremezco de sólo pensarlo, como si me hubieran echado agua fría en la espalda. No puedo respirar. Y sin embargo, continúo esperando a alguien todos los días. ¿A quién podría ser que estuviera esperando? ¿A qué tipo de persona? Pero quizás lo que estoy esperando no sea un ser humano. Odio a los seres humanos. En realidad les tengo miedo. Cada vez que estoy cara a cara con alguien diciendo cosas como “¿qué tal, cómo está?”, o “¡cómo refrescó!”, saludando sólo para cumplir, siento que soy la persona más falsa del mundo. Me pone tan terriblemente mal que quiero morirme. Y las personas con las que hablo se ponen a la defensiva sin razón, me hacen vagos cumplidos, y comentan sentenciosamente impresiones que no tienen en verdad. Su cautela mezquina me hace sentir triste: el mundo es cada vez más repugnante y no puedo soportarlo. La gente intercambia tensos saludos desconfiando unos de otros hasta cansarse, y así pasa la vida.

A mí no me gusta encontrarme con gente. Por eso, a no ser que hubiera una razón excepcional, nunca visitaba a amigos. Lo más cómodo ha sido para mí estar en casa con mi madre cosiendo, las dos solas, en silencio. Pero finalmente estalló la guerra (1), y el ambiente se puso tan tenso, que empecé a sentirme culpable de quedarme en casa todo el día sin hacer nada. Me sentía angustiada y no podía relajarme en absoluto. Quería hacer una contribución directa trabajando tan duro como pudiese. Perdí toda fe en la vida que había llevado hasta ese momento.

No soporto quedarme en casa en silencio. Sin embargo cuando salgo me doy cuenta de que no tengo ningún lugar adonde ir. Así que hago las compras, y al regresar, paso por la estación y me siento distraídamente en la fría banca. Tengo la ilusión de que alguien venga, pero si esa persona realmente apareciera, ¿qué haría? La idea me da pánico, pero estoy resignada. Si eso sucede, voy a entregarle mi vida: estoy preparada y ese momento marcará mi destino. Estos sentimientos de resignación y fantasías impudentes se entretejen de una forma muy extraña. La sensación me agobia de un modo sofocante. El mundo alrededor se enmudece; la gente que va y viene en la estación aparece pequeña y lejana, como si estuviera mirando por un telescopio al revés. La sensación es vaga, como si estuviera soñando despierta, como si no supiera si estoy viva o muerta. ¡Ay! ¿Qué cosa estoy esperando? Acaso yo no sea más que una mujer obscena. Todo eso del estallido de la guerra, lo de sentirme angustiada, de trabajar duro porque quiero ser útil, quizás sólo sea una mentira, una excusa noble para tratar de encontrar una oportunidad de materializar mis fantasías indiscretas. Me siento aquí con mirada perdida, pero en el fondo, dentro de mí puedo ver cómo flamea la llama de mis deseos obscenos.

¿Pero, a quién diablos espero? No tengo en absoluto una idea clara, solamente una imagen vaga y confusa. Y sin embargo, continúo esperando. Desde el estallido de la guerra paso por aquí todos los días a la vuelta de las compras y me siento en esta fría banca a esperar. ¿Y si alguien me sonriera y me hablara? ¡Ay, no!, no es usted a quien estoy esperando. Entonces, ¿a quién? ¿Qué espero? ¿Un marido? No. ¿Un novio? No, para nada. ¿Un amigo? De ningún modo. ¿Dinero? Es ridículo. ¿Un fantasma? ¡Ay no, por favor!

Algo más apacible y alegre, algo maravilloso. No sé qué. Por ejemplo, algo como la primavera. No, no es eso. Hojas verdes. El mes de Mayo. El agua fresca y cristalina fluyendo a través de los campos de trigo. No, tampoco es eso. Ay, y sin embargo sigo esperando, con el corazón palpitante. Las personas pasan unas tras otras delante de mis ojos. No es aquello, ni esto. Con la cesta de compras en mis brazos, me estremezco y espero con todo mi corazón. Le pido a usted por favor que no me olvide. Por favor no olvide a la chica veinteañera que viene todos los días a la estación y regresa a su casa sintiéndose vacía. Por favor recuérdeme, y no se ría de mí. No voy a decirle el nombre de la estación. Aunque no lo haga, usted me verá algún día.

(1) Se refiere a la Segunda Guerra Mundial (N.T.)

Traducción de Pablo Figueroa.

 

SIN BROMAS

¿Qué iba a ser de mí? Solo pensar en ello me estremecía, me consternaba hasta el extremo de quedarme en casa sentado sin hacer nada. Un día salí de mi apartamento en el barrio de Hongô y me dirigí arrastrando el bastón de bambú hasta al parque de Ueno. Era una tarde de mediados de septiembre. Mi yukata blanca ya no resultaba apropiada para la época del año y me sentía horriblemente llamativo, como si brillase en la oscuridad. Estaba tan abatido que no quería vivir más.
De la superficie del estanque de Shinobazu se levantaba un viento estancado y pestilente. Las flores de loto que crecían allí habían empezado a marchitarse; sus truculentas carcasas, atrapadas entre tallos alargados y vencidos, las estúpidas caras de la gente con una expresión de agotamiento total, todo brotaba al frescor de la tarde y me llevaba a pensar que el fin del mundo debía de andar cerca.
Caminé sin proponérmelo hasta la estación de Ueno.
Entre los soportales de esa «Maravilla de Oriente» pululaba una oscura, serpenteante e incontable muchedumbre. Almas derrotadas. Todas y cada una de ellas. No podía hacer nada por evitar esa impresión. Para los campesinos que viven en los pueblos del lejano noreste, todo eso no son ni más ni menos que las puertas del infierno. Pasas a través de ellas para entrar en la gran ciudad y regresas de nuevo a casa, roto, destruido, con nada más que harapos colgando de un cuerpo saqueado. ¿Qué esperabas? Me senté con una sonrisa en los labios en un banco de la sala de espera de la estación. ¿No te lo habían dicho?
¿Cuántas veces te advirtieron de que si te marchabas a Tokio no irías a ninguna parte? Hijas, hijos, padres. Sentados en los bancos a mi alrededor, despojados de todo su ingenio, ocultos tras sus ojos nublados. ¿Qué es lo que ven? Flores  fantasmagóricas que bailan en la oscuridad, la historia de sus vidas desplegándose como si fueran pergaminos frente a ellos, como lámparas giratorias decoradas con rostros indescriptibles.
Me levanté para escapar de aquella sala y caminé por el andén hacia la salida. Acababa de llegar el expreso de las siete y cinco. Un enjambre de hormigas negras empujaba y zarandeaba, caían unas sobre otras en la aglomeración que se dirigía y salía del tren. Cestas y maletas por todas partes. También bolsos anticuados de viaje que yo tenía por desaparecidos hacía ya tiempo. ¿Los habrían expulsado a tod los de su
tierra natal?
Los hombres vestían con presunción. Portaban un tenso y
agitado semblante. Pobres cabrones. Ignorantes. Una pelea con el padre y huyen precipitadamente. Imbéciles.
Un joven en concreto llamó mi atención. Fumaba de una forma
espléndida y afectada. Sin duda lo había aprendido en una
película e imitaba a algún actor extranjero. Salió por la puerta con una única maleta. Con la ceja arqueada inspeccionó los alrededores. Seguía actuando. Vestía un traje de cuadros chillón. Los pantalones, por no decir otra cosa, eran demasiado largos. Parecía como si le nacieran en el cuello.
Gorra blanca de deporte. Zapatos de cuero rojo. Apretó las comisuras de los labios y salió a la calle, tan elegante que resultaba cómico. Me entraron ganas de tomarle el pelo. Aquellos días estaba bastante aburrido y no encontraba nada con lo que distraerme.
—¡Eh, tú! ¡Takiya! —Había visto su nombre escrito en la maleta—. Acércate un momento.
Caminé con brío delante de él sin mirarle a la cara.
El chaval me siguió dócilmente, como si lo arrastrara el torbellino del destino. Tengo cierta confianza en mi conocimiento de la
psicología humana y, cuando la gente está distraída, la mejor manera de hacerte con ellos es comportarte de una manera
abrumadora, dominante. Se transforman en arcilla en tus manos. Tratar de tranquilizar a tu víctima actuando de forma natural, razonando con cierto tono de seguridad, puede provocar un resultado opuesto al deseado.
Caminé hacia la colina de Ueno. Subí despacio por las escaleras de piedra.
—Creo que deberías ponerte en manos de tu viejo camarada —dije.
—Sí señor —contestó él, rígido.
Me detuve al pie de la estatua de Saigo Takamori. No había nadie
alrededor. Saqué un paquete de cigarrillos y encendí uno.
Miré la cara del chico iluminada por la luz de la cerilla.
Allí estaba él, haciendo un mohín, con toda la ingenuidad de un niño. Empecé a sentir lástima por él y pensé que ya le había tomado el pelo lo suficiente.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintitrés.
Tenía un fuerte acento del campo.
—Tan joven, ¿eh? —Suspiré sin querer—. De acuerdo. Puedes
irte.
Iba a explicarle que tan solo quería darle un pequeño susto, pero de pronto me atrapó la tentación —nada comparable a la emoción de estafar a tu propia mujer— de tomarle un poco más
el pelo.
—¿Tienes algo de suelto por ahí?
Se inquietó y al cabo de un momento respondió:
«Sí».
—Dame veinte yenes. —La situación resultaba cómica.
Sacó el dinero.
—¿Puedo irme ya?
Con su pregunta me daba pie para echarme a reír en su cara y
decirle: «Te estoy tomando el pelo. Es solo una broma, idiota. Ahora ya sabes el lugar terrible que puede ser Tokio. Vuélvete a casa y tranquiliza el corazón de tu padre». Sin embargo, no
había empezado toda mi rutina solo por el placer de la diversión. Debía la renta del apartamento.
—Gracias. No me olvidaré de ti, colega.
Mi suicidio se pospuso un mes más.


Fuente:
japandia.blogspot.com.ar
www.themodernnovel.com
www.kirjasto.sci.fi/dazai.htm
www.loscuentos.net

 

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