HUMOR ACIDO 

 

INICIO

MENU

QUIENES SOMOS

CONTACTO

NUMEROS ANTERIORES

 

 

 

 

 



DESEO RECIBIR
LAS PROXIMAS
EDICIONES POR MAIL

 


 

 

 

James Thurber

Estadounidense,
1894 - 1961

 

Tuvo problemas visuales a raíz de un accidente durante la infancia que le fueron ocasionando cada vez mayor pérdida de la visión, hasta quedar totalmente ciego, después de los 50 años.

Hizo una carrera importante como caricaturista y escritor. Fueron famosos sus dibujos del New Yorker.

Sus protagonistas son hombres apocados, casados con mujeres dominantes y personajes que sueñan ser partícipes de situaciones heroicas y proezas  que contrastan con su vida real, rutinaria y frustrante. Observador nada superficial, brillante, cáustico,  artífice de un humor detrás del que constantemente  asoma el desencanto, decía "el humor es el caos emocional recordado con tranquilidad".

"La vida privada de Walter Mitty", así se llamó una película basada en sus relatos, escritos entre 1933 y 1945. Fue dirigida en 1947 por  Norman Mc Leod, protagonizada por Danny Kaye, Virginia Mayo y Boris Karloff.

 

EL SEÑOR PREBLE
SE QUITA DE ENCIMA A SU MUJER

El señor Preble, procurador en Scarsdale, era un hombre de edad madura, bastante regordete. Tenía la costumbre de pedir a su dactilógrafa que saliese con él, cosa de risa. “¿Si nos fuéramos los dos?”, preguntaba cuando terminaba de dictar una carta. “De acuerdo”, respondía ella. Un lunes por la tarde en que llovía a cántaros el señor Preble hizo la pregunta en un tono más serio que de costumbre.

— ¿Si nos fuéramos los dos? —preguntó el señor Preble.

—De acuerdo —contestó la dactilógrafa.

El señor Preble hizo sonar las llaves en su bolsillo y miró por la ventana.

—Mi esposa se alegraría de librarse de mí —dijo.

— ¿Estaría dispuesta a divorciarse? —preguntó la dactilógrafa.

—No lo creo.

La dactilógrafa se echó a reír.

—Sería necesario que se desembarazase de su esposa —dijo.

Esa noche, durante la comida, el señor Preble guardó silencio, contra su costumbre. Media hora después de haber tomado su café dijo, sin levantar los ojos del diario:

— ¿Si bajáramos al sótano?

— ¿Para hacer qué? —contestó su esposa, sin levantar los ojos de su libro.

— Oh, no lo sé! No bajamos ya más al sótano como en otro tiempo.

— Nunca hemos bajado al sótano, por lo que yo recuerdo. Y podría vivir muy tranquila el resto de mi vida sin bajar al sótano.

El señor Preble guardó silencio durante muchos minutos.

— ¿Y si te dijera que lo deseo mucho? —preguntó luego.

— ¿Qué te pasa? Hace frío en el sótano y no tenemos nada absolutamente que hacer allí.

—Podríamos recoger trozos de carbón. Podríamos inventar un juego cualquiera con los pedazos de carbón.

—Yo no quiero ir allí. Por otra parte, estoy leyendo.

—Escucha —dijo el señor Preble, mientras se levantaba y se ponía a dar vueltas por la habitación—, ¿por qué te niegas a bajar al sótano? Allí podrías leer igualmente bien, si es eso lo que te atormenta.

—No hay luz suficiente, y además, de todos modos, no bajaré al sótano. Será mejor que hagas lo que te parezca.

—¡Qué terca eres! —exclamó el señor Preble, y dio un puntapié en la alfombra—. Las esposas de los otros bajan al sótano. ¿Por qué no quieres hacer nunca lo que te pido? Vuelvo del estudio completamente cansado, ¡y tú no quieres ni siquiera bajar al sótano conmigo! Dios sabe, no obstante, que no está muy lejos, no es como si te pidiese que fueses al cine o a algún lugar parecido.

—No quiero ir allá, ¿me oyes? —gritó ella.

Y el señor Preble se sentó al borde de un pequeño escritorio.

—Oh, está bien, está bien! —dijo, y tomó otra vez su diario—. Sin embargo, habría querido que me dejases hablar. Tengo que decirte otra cosa a propósito del sótano. Es una especie de... una especie de sorpresa.

—Vas a terminar de machacarme los oídos con esa historia? —preguntó la señora Preble.

—Escucha —dijo el señor Preble levantándose de un salto—. Es mejor que te diga la verdad en vez de andar con rodeos. Quiero desembarazarme de ti para casarme con mi dactilógrafa. ¿Tienes algo que replicar a eso? Eso se hace todos los días. El amor es una cosa incontrolable...

—Ya hemos discutido al respecto no sé cuántas veces. No volveré a empezar.

—Quería simplemente hacerte saber cómo están las cosas. Pero tú tomas siempre al pie de la letra lo que se te dice. ¡Dios mío! ¿Creías que tenía la intención de bajar al sótano y de inventar un juego idiota con trozos de carbón?

—No he creído eso un solo instante. Comprendí desde el comienzo que querías hacerme bajar al sótano para enterrarme en él.

—Ahora dices eso, después de habértelo dicho yo. Pero no se te habría ocurrido la idea si no te lo hubiese dicho.

—No me lo has dicho; soy yo quien te lo ha hecho decir. Por otra parte, siempre sé de antemano lo que tienes en la cabeza.

—Nunca tienes la menor idea de lo que pienso.

—¿De veras? Pues bien, he comprendido que querías enterrarme en el sótano en el instante mismo en que has puesto los pies en casa esta noche.

Y la señora Preble fijó en su marido una mirada inflamada.

—Esa es una exageración pura y simple —dijo el señor Preble, muy contrariado—. No sabías nada en absoluto. En realidad, se me ocurrió la idea hace apenas unos minutos.

—Tenías esa idea detrás de la cabeza. Supongo que es esa hembra secretaria tuya quien te ha impulsado.

—Es inútil que adoptes un tono sarcástico. Ella nada sabe de todo esto. No interviene en el asunto. Yo tenía la intención de decirle que habías salido para ver a unos amigos y que te habías caído por un precipicio. Lo que ella quiere es que me divorcie.

—Deja que me ría, por favor. La verdad es que deseo que me entierres, pero nunca aceptaré el divorcio.

—Oh, ella lo sabe! Se lo he dicho. Quiero decir que... le he dicho que nunca querrás divorciarte.

—Has debido decirle también que querías enterrarme.

—Eso es falso —dijo el señor Preble con mucha dignidad—. Este asunto queda entre tú y yo. Tenía el propósito de no decir una palabra a nadie.

— ¡Por favor! Se lo dirías al mundo entero.

Es inútil que trates de engañarme. Te conozco.

El señor Preble aspiró varias veces su cigarro.

—Desearía que estuvieras ya enterrada y el asunto arreglado —dijo.

—Y ¿no has pensado un solo instante que te prenderían, pobre chiflado? Siempre lo detienen a uno. ¿Por qué no vas a acostarte en vez de armar un escándalo por nada?

—No voy a ir a acostarme. Voy a enterrarte en el sótano. Mi decisión está tomada. No veo cómo podría hacerme entender mejor.

—Escucha —y la señora Preble arrojó su libro al suelo—. ¿Te sentirás satisfecho y callarás si bajo al sótano? ¿Tendré un poco de tranquilidad si bajo al sótano? ¿Me dejarás en paz si bajo al sótano?

—Sí, pero lo echas a perder todo tomando esa actitud.

—Por supuesto, por supuesto, lo echo a perder todo. Interrumpo mi lectura en la mitad de un capítulo. Nunca sabré cómo termina la novela, pero a ti qué te importa.

—¿Acaso soy yo quien te obligó a comenzar ese libro?- preguntó el señor Preble y abrió la puerta del sótano—. Vamos, tú primero.

—Brrr! —exclamó la señora Preble mientras comenzaba a bajar las escaleras—. ¡Qué frío hace ahí adentro! ¡Sólo a ti se te podía ocurrir una idea semejante en esta época del año!Otro marido habría enterrado a su mujer en verano.

—No se pueden hacer estas cosas exactamente cuando uno lo desearía. Yo no me enamoré de esa muchacha hasta el final del otoño.

—Cualquiera que no fueras tú se habría arreglado para enamorare de ella mucho tiempo antes. Hace años que trabaja contigo. ¿Por qué dejas siempre que los otros hombres se te adelanten? ¡Dios mío, qué sucio está esto! ¿Qué tienes en la mano?

—Me disponía a golpearte el cráneo con esta pala.

— ¿De veras? Pues bien, quítate esa idea de la cabeza. ¿Te propones dejar un enorme indicio en el centro del sótano para que el primer detective que asome por aquí la nariz lo descubra al primer vistazo? Hazme el favor de ir a la calle y de buscar un trozo de hierro o un objeto cualquiera, algo que no te pertenezca.

—Está bien, pero no habrá trozos de hierro en la calle. Las mujeres se imaginan que se encuentran trozos de hierro en cualquier parte.

—Si buscas en un buen lugar encontrarás uno. Y no te quedes fuera demasiado tiempo. Y que no se te ocurra detenerte en la cigarrería. No voy a pasar toda la noche helándome en este sótano glacial.

—Está bien —dijo el señor Preble—, me apresuraré.

—¡Y cierra esa puerta! —le gritó ella a su marido cuando salía—. ¿Dónde te han educado? ¿En una caballeriza?

FUENTE:
HUMOR Y TERROR: Centro Editor de América Latina, Colección Biblioteca Universal. Buenos Aires, 1981.

 

© Revista de Artes Nº 9 -Mayo 2008
Buenos Aires - Argentina