PORTADA

 

 

 

Revista de Artes
Edición nº 15

Julio /Agosto 2009
Buenos Aires - Argentina


cuentos

 


Desde Granada, España


Imagen: versión libre de V. Burbridge inspirada en la fotografía Madame Clapham ---© Hull Museums

Carlos Almira Picazo*

LAS  GEMELAS

Mi hermana Rita y yo hemos sido inseparables desde que nacimos hasta que, hará un mes, una extraña enfermedad la mató. Supongo que, tarde o temprano, lo mismo me pasará a mí.

Mi hermana Rita y yo somos gemelas. Y digo “somos” conscientemente, porque aún no me hago a la idea de que nos hayamos separado. Hasta tal punto insólito han corrido paralelas nuestras vidas.

Desde que nacimos hace unos setenta años, en la calle San Antón, hasta que nos jubilamos, solteras, despechadas, y orgullosas, desengañadas de la vida y los hombres, siempre vivimos juntas, compartiendo alegrías y pesares.

Incluso físicamente nuestro parecido, lejos de desdibujarse con los años, como sería de esperar, no ha hecho sino acentuarse para admiración del mundo. Si éramos gemelas al nacer, la vida y las circunstancias, ¿la afinidad?, nos convirtieron en dos gotas de agua, prácticamente indiscernibles.

(Si acaso, yo era un poco más alta que ella, siempre nos lo decían, Rosa se cuida más, parece más joven que Rita: a ella le dio una temporada por tintarse el pelo de rubio; yo me lo dejaba crecer para hacerme un moño italiano como el de Audrie Herburn en Vacaciones en Roma; a Rita le gustaba leer, no podía pasarse el día sin examinar de cabo a rabo el periódico de aquí; y mientras leía, mordisqueaba una galleta o fumaba un mentolado, y se la veía feliz; por mi parte, yo prefería escuchar la radio o simplemente, charlar).

Fuera de esto, ambas éramos, y yo aún soy: moderadamente altas, bien proporcionadas, incluso esbeltas; de pelo más negro que castaño; ojos también oscuros con reflejos de miel; y manos grandes y aparatosas, de pianista. No me ruboriza decir que hubo un tiempo, ya lejano, en que ambas llamábamos la atención de los hombres cuando paseábamos del brazo por la calle.

Creo que, hasta cierto punto, fuimos dos almas gemelas: ambas éramos y yo soy todavía, tímidas sin ser cobardes; arrojadas, pero recelosas; inteligentes a nuestra manera; y estuvimos poseídas, más allá de las pequeñas diferencias mencionadas, hasta el fin, por las mismas inquietudes y aficiones.

Nuestras vidas han discurrido pues, paralelas, hasta el punto de que casi han sido una sola existencia.

Hasta que hace un mes la pobre Rita murió repentinamente de una misteriosa enfermedad. Dentro de poco, yo la seguiré.

Si el mundo y el ser humano en concreto, se rigen por alguna lógica, nuestros destinos han sido ejemplares. Todo lo que nos ha ido deparando la vida a Rita y a mí, como dije al principio, ha sido por duplicado: desde que nacimos hasta que ella murió, hemos padecido y disfrutado de los mismos sucesos: compartimos todas las enfermedades infantiles; aprendimos a hablar y a andar, y a comer, y a jugar a los mismos juegos, al compás, con idéntica pericia y torpeza; obteníamos literalmente las mismas notas escolares, idénticas reprobaciones; aprendimos a nadar a la vez; a tocar la armónica que nos regaló nuestro pobre padre, en el mismo mes de vacaciones; cuando nos llegó el turno de los novios, conocimos a sendos chicos prácticamente iguales, hasta el punto de a veces los confundíamos; ambas fuimos engañadas y abandonadas el mismo día por nuestros respectivos y desalmados amores; las dos nos matriculamos en la misma Escuela Universitaria, y el mismo curso, pues como digo marchábamos al unísono; y ambas acabamos de maestras, primero en una pequeña escuela rural, remota y perdida, a partir de la cual nos fuimos trasladando poco a poco, año tras año, hasta acabar, siempre juntas, en esta ciudad, escenario de nuestros comienzos, nuestras vidas paralelas, ya en vísperas de la jubilación, hasta su desdichado final.

Por eso digo que pronto seguiré los pasos de mi hermana, salvo que el mundo se ponga de pronto patas arriba: ya es asombroso que yo la haya sobrevivido un mes, un solo día hubiese sido sorprendente, casi inconcebible. Pero esto es algo tan evidente que no merece la pena insistir en ello. ¡Paciencia!

Ahora que lo pienso, no sé cómo empezó exactamente la enfermedad de mi hermana: he dicho que el desenlace fue rápido, pero las raíces, los orígenes, debían arrancar de lejos.

Me figuro que, por alguna razón, o tal vez sin razón, algo en su organismo, idéntico al mío, empezó a fallar, a palidecer y a desordenarse, sin dejar traslucirse el mal, hasta que fue demasiado tarde.

Lo que yo recuerdo ahora, sola, sentada en el mismo balconcito donde tantas horas hemos pasado juntas, rodeada de macetas que la desidia empieza a hacer secarse, y mirando sin ver la calle mal asfaltada y ruidosa, las azoteas llenas de tendederos, el cielo cetrino, frío, y desierto; lo que yo recuerdo, digo, es que un día, cuando nos disponíamos a dar nuestro paseo de costumbre, se sintió mal, se acostó, y ya no volvió a dejar la cama hasta que hace poco más de un mes la llevamos al cementerio, a enterrarla en el pequeño y modesto panteón familiar que empezamos a pagar, allá en nuestra juventud, cuando nos hicimos maestras rurales.

Desde ese día, desde ese minuto, mi hermana Rita empezó a morirse.
Inmediatamente, como es lógico, llamé al médico, que aconsejó encamarla urgentemente en el Hospital. Como esto implicaba separarnos por primera vez en nuestra vida, nos negamos; o mejor dicho, Rita se negó a dejarme sola en aquella casa, que también recién terminábamos de pagar entonces; ni siquiera se avino a discutirlo; yo intenté de todas formas convencerla, le aseguré que me instalaría en el hospital con ella hasta que le diesen el alta; debíamos estar dispuestas a cualquier sacrificio con tal de que se curase; además, proseguí con voz dulce y persuasiva, pues a los enfermos debe hablárseles como a los niños tozudos, si por desoír los consejos del médico ella se moría, por una cabezonada, yo no tardaría en seguirla también. De hecho, añadí, y era la pura verdad, ya empezaba a sentirme mal:
-acuérdate, proseguí, cuando de pequeñas cogiste el sarampión, y después la escarlatina, y el mismo día, en ambos casos, yo contraje las dos enfermedades.

Pareció reflexionar, incluso vacilar por un momento:
-Rosa, dijo, cuando un niño enfermaba entonces, era costumbre juntarlo con todos sus hermanos, a veces incluso con los hijos de los vecinos, para que todos pasasen a la vez y lo más rápidamente posible, la enfermedad; es lógico, pues, que padeciésemos juntas ese y otros males en nuestra infancia. No entiendo, no comparto esa manía tuya por nuestros destinos paralelos. El hecho de que seamos gemelas y que hayamos vivido juntas hasta ahora, no significa que nos tengan que pasar las mismas cosas. Entonces era la costumbre, juntar a los niños que se ponían malos, eso es todo.

Juzgué más prudente no insistir, esperar.

Como me temía, como nos temíamos, la enfermedad no remitió sino que se agudizó. Al fin los médicos la desahuciaron, con las buenas palabras, el ánimo, las palmaditas, y toda la reserva e hipocresía bien intencionada habitual en estos casos. Ya daba lo mismo que se hospitalizase o no. De hecho, lo mejor era que se quedase en casa hasta el final; y suministrarle allí la morfina y todos aquellos placebos, en su cama, junto a la ventana borrosa donde llegaba como siempre el eco del patio; bajo el crucifijo y las estampitas que la habían acompañado toda su vida. Por mucho que nos pesara, le dimos la razón.

-Yo seguiré visitándola cada semana, y si hay crisis me llamarán. Le extenderé recetas para un mes, esta es mi tarjeta. Sea la hora que sea.
Aquel día nos quedamos llorando, por primera vez solas. Digo solas porque, por primera vez en nuestra vida, Rita y yo sentimos que ya no estábamos ni volveríamos a estar juntas. Ella se moría y yo, por asombroso que pareciera, seguía viva como siempre.

Descubrimos entonces hasta qué punto es verdad que una nace y se muere sola. No era únicamente que ella delirara y perdiera la conciencia, y no tuviera lógicamente ganas de hablar ni de ver a nadie, ni de hacer nada; sino que yo, para no hacerla padecer con mi salud insultante e inexplicable, (por más que me miraba en el espejo, me tomaba el pulso y la tensión, y me pesaba, seguía tan sana como siempre, como puede estarlo una mujer de setenta y tantos años, salvo por un vago malestar en el estómago que a veces se me subía a la cabeza); empecé como digo, a tomar la costumbre de dejarla sola, y a hacer mi vida; a hacer mis cosas en otras habitaciones; a entrar a verla solo cuando me llamaba o la oía quejarse en exceso, para suministrarle las medicinas o intentar que se calmara y se durmiera, o que comiera y bebiera algo; antes de la noche también solía entrar a verla, pero sin intención de hablarle; muy despacio, procurando no hacer ruido, para que ella no lo notara: no obstante casi siempre, con el oído proverbial de los enfermos incurables, me descubría, e inmediatamente me fulminaba con una mirada llena de odio, rencor, de furia, que me arrojaba de la habitación aún antes de haber puesto un pie en ella, como al criminal pillado in fraganti; y después lloraba a solas en mi cuarto durante una o dos horas.

A todo, sin embargo, se acostumbra una, y yo al final me acostumbré a la enfermedad de Rita, y a la soledad: poco a poco amplié el radio de mis paseos solitarios; me habitué a ir al café y al cine sola; a sentarme en las terrazas o los parques los domingos, o cuando hacía bueno, sin más compañía; a leer libros y ver escaparates que jamás leerían ni verían ya los ojos de la pobre Rita; en fin, a tratar con gentes nuevas (o viejas), conocidas o desconocidas, que ya no estaban ni estarían más en el mundo de mi hermana, que en los últimos días perdió la conciencia.

Y al fin, mi hermana Rita murió.

Contrariamente a lo que cabía esperar de mi reacción en las últimas semanas, caí en una honda desesperación, como en un pozo. Y al fin, vino también el médico a visitarme. Y volvió, esta vez con dos enfermeros y una ambulancia, que esperaba haciendo sonar su sirena estridente en la puerta de nuestra tranquila calle.

Ahora estoy en una habitación yo sola, muy blanca y muy limpia. Todos se empeñan en decirme que mi hermana Rita en realidad no existe, e intentan convencerme de algo, ¡cómo si yo no lo supiera! Y cuando les pregunto a las enfermeras que me ponen los sedantes, y a los médicos que me hacen extraños y laberínticos test cada semana, con figuras y todo, que cuándo podré ir a ver a mi hermana Rita al cementerio, a llevarle unas flores y adecentar un poco el panteón, se sonríen y no me responden, y callan misteriosamente. 

* Carlos Almira Picazo nació el 31 de mayo de 1965 en Castellón de la Plana, España.
Doctor en Historia por la Universidad de Granada. Autor de una novela en papel: Jesuá, ed. Entrelíneas, Madrid, 2005; de un ensayo en papel: ¡Viva España! El nacionalismo fundacional del régimen de Franco (1939-43), Editorial Comares, Granada, 1997; de una novela en formato digital: Todo es Noche, Prometeus mdq, abril 2007; y de un centenar de cuentos y ensayos, publicados en revistas como Adamar, Axxon, Ed. Badosa, Destiempos, El Coloquio de los Perros, Cañasanta, Diezdedos, Remolinos, Magazine Siglo XXI, El Fantasma de la Glorieta, Revestidos, Tiempos Futuros, Quaderns Digitals, Literae Internacional,Ariadna, Fábula, Cuadernos del Minotauro, etcétera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Revista de Artes Nº 15 - Julio / Agosto 2009
Buenos Aires - Argentina

Todos los derechos reservados. Sólo se permite la reproducción siempre que sea citada la fuente y se inserte el enlace a www.revistadeartes.com.ar