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Revista de Artes
Edición nº 17

Noviembre /
Diciembre 2009
Buenos Aires - Argentina

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escultura hiperrealista

ron_mueck, escultura_hiperrealista
Foto © Haddhar / Flickr

Fuente del artículo:
El Mundo, España http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2007/391/1174498260.html

HIPERREALISMO - RON “DIOS” MUECK
Si respirase no sería una obra de arte

Les sucede a todas sus obras, incluido este enorme bebé que se expondrá
desde el próximo viernes en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga.
El artista australiano Ron Mueck comenzó fabricando marionetas para el
cine. Su cotización: un millón por pieza.

Por Gonzalo Ugidos
FotografÍas de Anthony d’Offay

Un rajá hindú de visita en Gran Bretaña confundió un retrato de la reina Victoria con una panorámica de Londres. La soberana se sintió ofendida. No habría ocurrido tal engorro si le hubieran regalado un mueck. Más que un escultor, el australiano Ron Mueck (pronúnciese miuik) parece un espejo: refleja con tal exactitud a sus modelos que su trabajo tiene el hálito de la vida, parece que respira. Salvo cuando esculpe un cadáver. Se atrevió a copiar el de su propio padre para una obra.
La historia de ese escándalo que puso los focos sobre el artista cumple ahora 10 años. La Royal Academy de Londres presentaba bajo el título Sensation un conjunto de provocaciones que dieron carnaza a los tabloides. Se trataba, por ejemplo, de una Virgen pornográfica, el retrato de una auténtica asesina de niños, maniquíes infantiles con penes en lugar de nariz, bocas en forma de ano y otras psicopatías perpetradas por los nuevos cachorros de la figuración inglesa: los hermanos Chapman, Damian Hirst o Tracey Emin. Pero la mayor sensación estaba en la tercera planta y se ha convertido en una incontestable obra maestra. Se titulaba Dead Dad (papá muerto) y estaba firmada por Ron Mueck.
Era una escultura que imitaba el cadáver desnudo de su padre. La obra reproducía cada detalle del cuerpo con la frialdad meticulosa de un miniaturista. Todo estaba allí; los tendones, las uñas de los pies, la querencia de los pelos oscuros a cubrir las calvas, las canas, el pene incircunciso señalando las cuatro en punto. No había duda para ningún espectador: no estaba en presencia de un durmiente, era la muerte anidando en un cadáver.
Roce generacional. Con la delicada fealdad del rigor mortis todas las bocas se tuercen y la del papá de Ron, también. Pero el rictus era extrañamente sereno. La reducción a escala del tamaño real sugería la pérdida de esos 21 gramos que dicen que pesa el alma. Ron había tenido en vida algunas diferencias con su padre, no acabaron de llevarse bien, pero confesó a Craig Raine, crítico de The Guardian, que mientras esculpía la pieza se sorprendió a sí mismo pensando en él con cariño. No es ése el sentimiento que consiguió despertar, sino la curiosidad mórbida y el repelús. Y lo sigue haciendo desde su estudio en Tufnell Park, al norte de Londres.
Sus referencias no son clásicas ni modernas. Es un autodidacta que, más que a Fidias, Miguel Ángel o Rodin, admira al profesor R.D. Lockhart, cuya Anatomía Viviente (un atlas fotográfico de los músculos en acción) es su libro de cabecera.
Nacido en Melbourne (Australia), en 1958, sus padres, de origen alemán, eran diseñadores de juguetes, aunque el mejor entretenimiento del niño era hacer esculturas de arena en la playa. Como una cosa lleva a la otra, acabó haciendo teleñecos para la televisión. Lo fichó Dave Goelz para la serie Fraggle Rock y se mudó a Londres en 1982 para trabajar en el Muppet Show, las marionetas de Jim Henson, y en los efectos especiales de la película Dentro del laberinto, protagonizada por David Bowie y Jennifer Connelly. Cuando fundó su propia empresa de utilería, maniquíes y robots animados para la industria de la publicidad, sus obras eran perfectamente hiperrealistas, salvo que estaban diseñadas para ser fotografiadas desde un solo ángulo. No tenía que acabarlas, le bastaba completar la parte que iba a ser mirada por la cámara. Mueck pensó que aunque la cámara no viera las partes inconclusas, Dios sí lo haría. Y también los visitantes de los museos, que suelen dar vueltas alrededor de la pieza, inclinarse en diferentes gimnasias, porque sin fisgar no tendría gracia mirar esculturas. Decidió dejar la industria para pasar con armas y bagajes al arte puro y blando. Las esculturas de Mueck son blandas, o lo parecen, porque simulan la textura precisa de la carne. No trabaja la piedra o el bronce, sino el poliéster, la silicona y las resinas.


Parece de carne y hueso, pero la anatomía de este gigantesco “bebé” (2,60 m) está hecha de poliéster, resinas y silicona. Es un delicado proceso que finaliza en la sala de un museo.

SECUENCIA DEL PROCESO

ron_mueck

Primero se moldea la obra en arcilla y a
pequeña escala. Luego se vacía en un
molde, se fabrica un enorme armazón.

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El molde se recubre con una capa de yeso y alambre.

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Tras separarse del molde, se pintan los
detalles y se barniza.

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Los cabellos se insertan uno a uno.

En 1996 su suegra, la pintora portuguesa Paula Rego, le ofreció la oportunidad de hacer un arte refinado. Encargó a su yerno una escultura de Pinocho para una escena que exhibía en la galería londinense Hayward. Fue Rego quien le presentó al coleccionista Charles Saatchi, que quedó estremecido, como el mundo entero desde entonces. El célebre mecenas lo propuso para exponer en Sensation junto a los nuevos artistas británicos, profanadores sacrílegos que llevaban su oficio a extremos escalofriantes. Ninguna de esas irreverencias sacudió tanto la sensibilidad de los espectadores como Dead Dad, hiperrealista hasta la náusea. Fue el debut de Mueck como orfebre de escalofríos.
Estupor. Dos años después confirmó en Londres esa vocación en el Millenium Dome con Boy, un muchacho en cuclillas, de cinco metros de altura, que causó estupor en la Bienal de Venecia de 2001 y en el Grand Palais de París en 2005. Pero su definitiva consagración le había llegado en 2003 cuando expuso en solitario en la National Gallery, el principal museo de Londres, codeándose con Rembrandt, Rafael o Rubens. De las obras de aquella exposición aún quedan memorias sacudidas por una maternidad en la que el niño, todavía unido al cordón umbilical, reposaba sobre el vientre de su madre, que apenas ha tenido tiempo de tomarse un respiro tras la última contracción. Era una imagen tierna, de una perfección sobrecogedora, en la que el artista había cuidado todos los detalles, desde los pliegues de una vagina dolorida hasta cada poro de la madre y el bebé. Era su versión posmoderna de la Virgen María y el niño Jesús.
Mueck acudió a libros médicos y fotografías de partos con el fin de resultar pavorosamente exacto. Como en la colosal figura (2 metros y 60 cm) de una embarazada (su modelo fue su mujer Carolina, con la que tiene dos hijas) liberada del tabú del desnudo. Mueck es un Pigmalión posmoderno, una vuelta de tuerca sobre el mito del monstruo del doctor Frankenstein.
Ha renovado la escultura contemporánea con sus piezas, liliputienses o colosales, que crean una tensión entre nuestro universo real y un mundo fantasmagórico. Sus personajes parecen inmersos en sus pensamientos, vivos, sólo les falta la palabra y el movimiento. Mueck se adentra en las esferas psicológicas de personajes complejos, cuyas vidas se inducen a través de la puesta en escena de cada uno de ellos. Lo que resulta inquietante es que nos reconocemos en sus obras de silicona, como si intuyéramos que nuestro destino es ser de plástico, biónicos y replicantes de nosotros mismos.
En 10 años ha creado 36 piezas. Sólo una de ellas a tamaño real. La última la tituló A Girl, que se exhibe en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga (CAC) desde el próximo viernes hasta el 17 de junio. Se trata de un bebé de seis metros, creado en 2006 para una exposición en Edimburgo, Escocia.
Minuciosidad. El CAC de Málaga expone A Girl acompañada de otras esculturas, fotografías, dibujos y maquetas, en una muestra que recorrerá centros de arte de todo el mundo. Mueck ha sido la gran apuesta del CAC para esta temporada. En Londres este bebé fue visto por 300.000 visitantes que provocaron largas colas. El año pasado en la Fundación Cartier de París 120.000 personas tuvieron que esperar horas para acceder a las salas. En Málaga ocurrirá otro tanto.
Para crear una obra como A Girl, Mueck primero modela en arcilla en una escala pequeña y manejable, para tener una referencia. Luego perfila la obra a tamaño real, la vacía en un molde que divide en trozos y los reensambla para formar el esqueleto de la figura. Después lo recubre con una piel de alambre y yeso. Dada la forma, toca la cosmética, una labor de filigrana para reproducir la piel en sus mínimos detalles. Recrea la textura de cada poro, las anfractuosidades de cada pliegue, la exactitud de cada folículo. El hecho de que el color de la piel no esté pintado en la superficie de la escultura, sino incrustado en el propio material, confiere a la carne un aspecto ligeramente translúcido, que enfatiza la verosimilitud. Con un segundo vaciado, el artista entra en tensión. Se requiere una atención extrema y una fuerza considerable, un movimiento en falso puede dar al traste con semanas de trabajo. A Girl vio la luz con ayuda de muchas manos, delicadas y fuertes, y de muchos litros de lubricante.
Sólo cuando la escultura fue liberada del molde, Mueck pinta en su superficie detalles como venas o pecas. Una capa de barniz puede hacer que la carne sea más mate o, como en el caso de A Girl, brillante y húmeda. Los cabellos se insertan minuciosamente de uno en uno, hay que perforar un diminuto agujero para cada uno de ellos. Sólo quedan los ojos. Mueck cree que es el toque definitivo, como insuflar el alma a la criatura para que cobre vida. El colofón es premioso. Coloca una lente transparente sobre un iris de color y una pupila negra y profunda. Al bebé solo le falta romper a llorar.
Al hermético artista no le gusta hablar de los efectos que provoca: «No sé por qué estoy haciendo esto, pero tampoco sé qué otra cosa debería estar haciendo. No me siento dirigido por el arte, simplemente es lo único que puedo hacer». Espléndidos o irrisorios, deseables o inquietantes, los cuerpos de Ron Mueck simulan un reflejo clónico de lo real; pero sólo son artificios, trampantojos. «Mis obras sólo son objetos en un cuarto», confiesa.
Objetos que se cotizan por encima del millón de euros y que nadie pondría en el salón de casa porque no caben o porque atormentarían el sueño. Su galerista Anthony D’Offay –que ha exhibido en su espacio londinense de Dering Street a Beuys, Lucian Freud o Warhol– ha revelado que las ideas de Mueck le visitan en sus sueños. Este australiano es un urdidor de espejismos. Baudelaire se preguntaba en 1846: «¿Por qué es tan aburrida la escultura?». Si hubiera visto las obras de Mueck su pregunta carecería de sentido.

 

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