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Revista de Artes
Edición nº 18

Enero / Febrero 2010

Buenos Aires - Argentina

 

 

cine

 

 

LA VEJEZ PRECOZ DEL CINE

Antonin Artaud

escrito alrededor de 1933

 

FOTO: MAN RAY

Se ha querido establecer una distinción de fondo, una especie de compartimentación esencial entre dos o tres clases de cine.

Existe, por un lado, el cine dramático, donde el azar, es decir, el imprevisto, es decir, la poesía, quedan en principio suprimidos. Ni un detalle que no provenga de una elección absolutamente consciente de la mente, que no venga establecida como consecuencia de un resultado localizado y seguro. La poesía, si es que existe poesía, es de orden intelectual; no se apoya más que en la resonancia inmediata y particular de los objetos sensibles en el mismo momento en que entran en contacto con el cine.

Existe, por otra parte –y esté es el último refugio de los partidarios del cine a cualquier precio- el cine documental. Aquí, una parte preponderante se deja a la cámara y al desarrollo espontáneo y directo de los aspectos de la realidad. La poesía de las cosas tomadas bajo su aspecto más inocente, y del lado por donde ellas se adhieren al exterior, juega a tope.

Quiero, por una vez, hablar del cine en sí mismo, estudiarlo en su funcionamiento orgánico y ver cómo se comporta en el momento en que entra en contacto con lo real.
El objetivo que penetra hasta el centro de los objetos crea su propio mundo y, así es posible que el cine ocupe el puesto del ojo humano, que piense en él, que le cribe el mundo y que, gracias a este trabajo concertado y mecánico de eliminación no deje subsistir más que lo mejor. Lo mejor, es decir lo que vale la pena ser retenido, esos jirones de la realidad que soplan en la superficie de la memoria y de los que se diría que automáticamente el objetivo filtra los residuos. El objetivo clasifica y difiere la vida, propone a la sensibilidad, al alma, un alimento ya preparado, y nos deja delante de un mundo ya acabado y seco. No es seguro además que no deje verdaderamente pasar más que lo más significativo y lo mejor de todo lo que vale la pena ser filmado. Porque hay que hacer notar que su visión del mundo es fragmentaria, que por válida que sea la melodía que se consigue crear entre los objetos, esta melodía tiene, valga la expresión, dos vertientes.

Por una parte obedece a lo arbitrario, a las leyes internas de una máquina de ojo fijo, por otra, es el resultado de una voluntad humana particular, voluntad precisa, que tiene también su propia arbitrariedad.

Lo que se puede decir en estas condiciones es que, en la medida en que el cine queda solo frente a los objetos, les impone un orden, un orden que el ojo reconoce como válido y que responde a ciertos hábitos exteriores de la memoria y de la mente. Y la cuestión que aquí se plantea es la de saber si este orden continuaría siendo válido en el caso de que el cine quisiera llevar la experiencia hasta el extremo y proponernos, no solamente ciertos ritmos de la vida corriente, tal como los reconocen la vista y el oído, sino los encuentros oscuros y lentificados de lo que se disimula bajo las cosas, o las imágenes aplastadas, pisoteadas, distendidas o espesas de lo que se agita en las profundidades de la mente.

El cine, que no necesita de un lenguaje, de ninguna convención para ponernos en contacto con los objetos, no reemplaza, sin embargo, a la vida, se trata de pedazos de objetos, de jirones de realidad, de puzzles inacabados de cosas que el cine une entre sí para siempre. Y esto, piénsese lo que se piense, es muy importante, porque es preciso darse cuenta de que el cine nos presenta un mundo incompleto y de una vez por todas, y es agradable el hecho que de este mundo quede así fijado en su forma inacabada, porque si por un milagro los objetos así fotografiados, así estratificados en la pantalla, pudieran moverse, resulta difícil imaginar la imagen de la nada, el vacío en las apariencias que podrían llegar a crear.

Quiero decir que la figura de un film es definitiva e inapelable y, si permite una criba y una elección anteriores a la presentación de las imágenes, prohíbe que la acción de las imágenes cambie o se sobrepase. Es incontestable, y nadie podrá jamás pretender que un gesto humano sea jamás perfecto, que no existe para él una posibilidad de mejora en su acción, en sus ondas, en su comunicación. El mundo cinematográfico es un mundo muerto, ilusorio y parcelado. Aparte que no rodea las cosas, que no entra en el centro de la vida, que no retiene de las formas más que su epidermis y lo que puede ser aprehendido desde un ángulo visual extremadamente restringido, prohíbe toda insistencia y toda repetición, lo que constituye una de las condiciones principales de la acción mágica, del desgarramiento de la sensibilidad.

No se puede rehacer la vida. Las ondas vivientes, inscritas en un número de vibraciones fijado para siempre, son ondas desde entonces muertas. El mundo del cine es un mundo hermético, sin relación con la existencia. Su poesía se halla, no más allá, sino más acá de las imágenes. Cuando sacude la mente, su fuerza disociadora queda rota. Ha habido poesía, ciertamente, en torno al objetivo, pero antes del paso filtrado a través de él, antes de la inscripción sobre la película.

Aparte de que, desde el sonoro, las elucubraciones de la palabra detienen la poesía inconsciente y espontánea de las imágenes, la ilustración y el completamiento del sentido de una imagen por medio de la palabra, muestran los límites del cine. La pretendida magia mecánica del ronroneo visual constante no se ha mantenido ante el frenazo de la palabra, que nos ha hecho aparecer esta magia mercancía como el resultado de una sorpresa puramente fisiológica de los sentidos. Nos cansamos pronto de las bellezas azarosas del cine. Tener los nervios más o menos afortunadamente friccionados por cabalgatas abruptas e inesperadas de imágenes, cuyo desarrollo y aparición mecánicos escapaban a las leyes y a la estructura misma del pensamiento, podía satisfacer a algunos estetas de lo oscuro y de lo inexpresado, que buscaban estas emociones por sistema, pero sin estar nunca seguros de que realmente aparecerían. Este azar y este inexpresado formaban parte del encantamiento delicado y sombrío que el cine ejercía sobre las mentes. Todo esto, unido a otras cualidades más precisas en cuya búsqueda estábamos todos empeñados. Sabíamos que las virtudes más características y más señaladas del cine eran siempre, o casi siempre, efecto del azar, es decir, una especie de misterio del que no llegábamos a explicarnos la fatalidad.
En esta fatalidad, había algo como una emoción orgánica en que se mezclaba el crepitar objetivo y seguro de la máquina, oponiéndose a la vez a la aparición extraña de imágenes tan precisas como imprevistas. No hablo de los desarreglos rítmicos impuestos a la aparición de los objetos reales, pero, dado que la vida pasa con su propio ritmo, creo yo que el humor del cine nace, en parte, de esa seguridad con respecto al rimo de fondo sobre el cual se dibujan (en los films cómicos) todas las fantasías de un movimiento más o menos irregular y vehemente. Por lo demás, aparte de esta especie de racionalización de la vida, cuyas ondas y florituras, cualesquiera que sean, se ven privadas de su plenitud, de su densidad, de su extensión, de su frecuencia interior, por la arbitrariedad de la máquina, el cine continúa siendo una toma de posesión fragmentaria y, como ya he dicho, estratificada y congelada de la realidad. Todas las fantasías relativas al empleo de la cámara lenta o acelerada no se aplican más que a un mundo de vibraciones cerrado y que no tiene la facultad de enriquecerse o alimentarse por sí mismo, el mundo imbécil de las imágenes, tomado como con cola por miríadas de retinas no completará jamás la imagen que pudo haberse hecho de él. Por tanto, la poesía que puede desprenderse de todo esto no es más que una poesía eventual, la poesía de lo que podría ser, y en consecuencia no es del cine de quien debamos esperar que nos restituya los mitos del hombre y de la vida de hoy.

Fuente:
Artaud, Antonin: El cine. Madrid, Alianza Edit.1982

 

 

 

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