Revista de ArteS
Buenos Aires- Argentina
N° 23
Nov./ Dic. 2010

Metallic-Art

Metallic-Art

 
INDICE TEMATICO GRAL.

 

Narrativa británica actual

Hanif Kureishi  (Gran Bretaña, 1954)

Sus obras suelen tratar temas como la sexualidad, el racismo, la inmigración y la búsqueda de la identidad

Novelista, autor teatral y guionista cinematográfico británico, hijo de madre inglesa y padre paquistaní. Estudió filosofía en la Universidad de Londres.
Su primer guión teatral, La madre patria, ganó el premio de la Thames Television en 1980, lo que propició su nombramiento como autor fijo del teatro Royal Court. Frontera (1981), Afueras (1981), Aves de paso (1983) y Duerme conmigo (1999). Esta última, que cuenta la historia del salvaje ataque racista de dos blancos residentes en el sur de Londres, atrajo la atención de la crítica. Fue, sin embargo, su primera película como guionista, Mi hermosa lavandería (1986), dirigida por Stephen Frears, la que le llevó al primer plano de la actualidad. En los guiones que siguieron a éste, entre los que se cuentan Sammy y Rosie se lo montan (1987) y Londres me mata (1991), Kureishi desarrolla los temas que le han caracterizado: la dificultad de las relaciones interraciales, deterioradas por prejuicios culturales, los efectos desmoralizantes de la vida en las ciudades y la efímera posibilidad de crear, bajo una forma u otra, arte, el gran remedio para esos males.Todas sus obsesiones se reúnen en su novela El buda de los suburbios (1990), que constituyó la base para una serie de televisión de cuatro episodios, dirigida por el propio autor y producida por la BBC. Sus novelas más recientes son El álbum negro (1995), Intimidad (1998), llevada al cine en 2000 por Patrice Chéreau (quien obtendría el Oso de Oro del Festival de Berlín por este trabajo) y El regalo de Gabriel (2001). En 1997 publicó un primer volumen de relatos cortos, Amor en tiempos tristes, y un segundo en 1999, Siempre es medianoche.

 

El buda de los suburbios

(fragmento)

(...) No tenían elección. Ted y Jean se fueron agachando lentamente. Quizá hacía muchos años que tía Jean no estaba tan cerca del suelo, salvo cuando se daba un trompazo de puro borracha. Saltaba a la vista que no se esperaban una velada tan devota, con todo el mundo sentado alrededor de papá con cara de admiración. Luego lo íbamos a pasar mal, de eso no cabía duda.
Dios estaba a punto de empezar, así que Helen se marchó y fue a sentarse en el suelo con los demás. Yo me quedé detrás de la barra, mirando. Papá pasó revista a la multitud y sonrió, hasta que se encontró sonriendo a Ted y Jean. Ni se inmutó.
A pesar de llamarles Gin y Tonic, Jean no le disgustaba del todo y le gustaba Ted, que le pagaba con su aprecio. Ted comentaba a menudo a papá sus «pequeños problemas personales», pues, aunque le resultara incomprensible que papá no tuviese dinero, sentía que comprendía la vida, que era un sabio. Fue así como Ted contó a papá lo de las borracheras de Jean, el lío que había tenido con un joven concejal, que su vida le empezaba a parecer inútil y que se sentía tremendamente insatisfecho.
Cada vez que se entregaban a una de esas sesiones de contar verdades, papá se encargaba de sacar algún provecho de Ted. «Puedes hablar y trabajar al mismo tiempo, ¿o no?», solía decir papá, mientras Ted, a veces con lágrimas en los ojos, clavaba tacos entre los ladrillos para fijar la estantería de los libros orientales de papá, lijaba una puerta o colocaba azulejos en el cuarto de baño a cambio de la atención de papá, que le escuchaba repantigado en una silla metálica del jardín.
—No te vayas a suicidar sin haber terminado el suelo, Ted —le decía.
Aquella noche papá no se entretuvo con Gin y Tonic. El salón estaba tranquilo y silencioso. Papá seguía callado, con la mirada fija en el vacío. Al principio, el silencio era quebradizo, pero a medida que se prolongaba se fue consolidando hasta ser un gran silencio: la nada seguía a la nada, que al poco rato se vio seguida de una nada más profunda, mientras papá permanecía sentado, con ojos inmóviles pero cargados de saber. Me empezó a sudar la cabeza y sentí que la risa se me agolpaba en la garganta. Me pregunté si iba a tomarles el pelo, si les tendría allí sentados en silencio durante una hora (quizá hasta les soltaría alguna que otra frase mística de vez en cuando como: «Excremento seco corona la cabeza de la paloma») antes de volver a enfundarse su abrigo corto y volver caminando junto a su esposa, después de haber conseguido que la burguesía de Chislehurst alcanzara una conciencia exquisita de su vacío interior. ¿Se atrevería?
Por fin papá arrancó con la cantinela de siempre, pero esta vez la sazonó con una animada melodía de susurros, pausas y miradas al público. Susurraba, hacía una pausa y miraba al público y hablaba tan bajito que los pobres imbéciles tenían que echarse hacia adelante para poder oírle. Pero no se daban por vencidos: tenían los oídos bien abiertos.
—En nuestros despachos y lugares de trabajo, nos encanta decir a los demás lo que tienen que hacer. Los denigramos. Consideramos nuestro trabajo mejor que el suyo. Siempre estamos compitiendo. Somos fanfarrones y chismosos. Soñamos con que nos traten bien y con tratar mal a los demás...
Detrás de papá, la puerta se abrió lentamente. Distinguí a una pareja en el umbral: un joven con el pelo corto y erizado teñido de blanco, zapatos plateados y una cegadora chaqueta plateada. Parecía un astronauta. A su lado, la chica que estaba con él tenía un aspecto pasado de moda. Tendría unos diecisiete años y llevaba una blusa hippie muy larga, una falda que arrastraba por el suelo y el pelo hasta la cintura. La puerta se cerró y desaparecieron, nadie se inmutó. Todo el mundo estaba escuchando a papá, salvo Jean, que se toqueteaba el pelo constantemente como si quisiera apartarlo de ella. Cuando se volvió hacia Ted en busca de aprobación, no recibió nada a cambio: él también estaba absorto.
Como el director de escena que se siente satisfecho al ver que su espectáculo funciona viento en popa y que sabe que no le queda nada por hacer, me escabullí del salón por las puertas que daban al jardín. Las últimas palabras que oí fueron: «Tenemos que encontrar un modo totalmente nuevo de estar vivos.»
Era la presencia de papá, más que sus palabras, lo que conseguía arrancar todo de las mentes de la gente. La paz, tranquilidad y seguridad que destilaba me hacían sentir como si estuviera hecho de aire y luz mientras recorría las habitaciones perfumadas y silenciosas de Cari y Marianne, sentándome a veces para quedarme con los ojos clavados en el horizonte y otras simplemente paseándome por ahí. De pronto me sentí más consciente del sonido y del silencio; todo adquirió un aspecto más nítido. Había unas camelias en un jarrón art nouveau, y de repente me di cuenta de que las estaba mirando maravillado. La serenidad y la concentración de papá me habían ayudado a apreciar los árboles del jardín de una manera nueva y sorprendente, y observaba los objetos sin ningún tipo de asociaciones ni análisis. El árbol era forma y color, no hojas y ramas. Sin embargo, poco a poco, la frescura de las cosas empezó a marchitarse; mi mente se puso de nuevo en marcha y empezaron a agolparse los pensamientos. Papá había sido efectivo y estaba satisfecho y, no obstante, el hechizo seguía ahí: había algo más... una voz. Y esa voz me recitaba poesía mientras estaba allí, en el vestíbulo de Cari y Marianne. Cada palabra sonaba clara, porque mi mente estaba vacía, limpia. Decía:

Es cierto, es de día, ¿y qué más da?
¿O es que por eso me vas a dejar?
¿Levantarnos? ¿Por qué? ¿Porque luz haya?
¿Nos acostamos acaso porque era noche cerrada?
El amor que aquí nos trajo a pesar de la oscuridad,
a pesar de la luz, juntos nos mantendrá.

Era una voz masculina y modulada, que no procedía del cielo —como en un principio había creído, pues no era un ángel quien hablaba—, sino de algún lugar cercano. La seguí hasta el invernadero, donde encontré al chico de cabellos plateados sentado junto a una chica en un banco columpio. El chico le hablaba—no, le leía de un librito encuadernado en piel que sostenía en una mano— y echaba el cuerpo hacia adelante, hacia ella, como si quisiera grabarle las palabras en la mente. Ella, en cambio, estaba allí sentada, indiferente, con su olor a pachulí, y dos veces se apartó de los ojos un mechón de pelo mientras él seguía —leyendo:

Han echado a la serpiente del Paraíso.
Los ciervos heridos no tienen que buscar ya los pastos
donde encontrar alivio para su corazón...

La chica, que se aburría mortalmente, le dio un codazo y hasta pareció animarse en cuanto me vio, el voyeur de siempre, que les estaba espiando.
—Lo siento —dije, alejándome de allí.
—Karim, ¿por qué me ignoras?
Entonces me di cuenta de que era Charlie.
—Yo no te ignoro. Bueno, por lo menos no era mi intención. ¿Por qué te has teñido de plateado?
—Por divertirme.
—¡Charlie, hace siglos que no te veía! ¿Dónde te habías metido? Me tenías muy preocupado.
—Pues no había razón, pequeñín. He estado haciendo los preparativos para el resto de mi vida y todo eso.
Aquello me dejó fascinado.
—¿Ah, sí? ¿Y qué clase de vida va a ser? ¿Lo tienes pensado?
—Cuando miro hacia el futuro veo tres cosas: éxito, éxito...
—Y éxito —añadió la chica, con tono cansino.
—Eso espero —dije—. Sigue así.
La chica me miró con ironía.
—Pequeñín —repitió, con una risita. Luego, arrimó los labios al oído de Charlie y dijo—: ¿Podrías leer un poco más?
Así que Charlie retomó la lectura y leyó para los dos, pero yo ya no estaba tan contento. Para ser franco, me sentía como un perfecto idiota. Lo que me hacía falta era una buena dosis de la medicina mental de Dios y de inmediato, pero no quería alejarme de Charlie. ¿Por qué se había teñido de plateado? ¿Acaso acabábamos de entrar en una nueva era capilar que me había pasado por alto?
Hice un esfuerzo y volví al salón. El trabajo de papá consistía en media hora de enseñanzas con voz sibilante además de preguntas, media hora de yoga y un poco de meditación. Cuando terminó, la gente se levantó del suelo y se puso a charlar medio adormilada y tía Jean me saludó, pero muy seca. Era evidente que quería marcharse, pero no quitaba los ojos de encima a un papá desenvuelto y sonriente que estaba al otro lado de la habitación. Eva se encontraba junto a él y había personas arracimadas a su alrededor que querían más información sobre sus clases. Dos personas le preguntaron si estaría dispuesto a ir a sus casas a celebrar nuevas sesiones. En Eva se había despertado el sentido de la propiedad, y lo apartaba de la gente tediosa mientras papá repartía inclinaciones de cabeza a diestro y siniestro con ademán regio.
Antes de marcharme, Helen y yo intercambiamos direcciones y números de teléfono. Charlie y la chica estaban discutiendo en el vestíbulo. Charlie quería acompañarla a casa, pero ella insistía en ir sola, la muy idiota. (...)

 

Kureishi, Hanif: El buda de los suburbios. Edit. Anagrama, Barcelona, España, 1994.

 

 

 

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