Revista de ArteS N° 27 - Julio / Agosto 2011 - Buenos Aires - Argentina

 

 

 

 

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El reidor de burbujas

Mario Satz

 

Habiendo mostrado poco talento para los estudios, el fabricante de jabón Leib Strubel mandó a su hijo Itzi Faibl Strubel directamente a las bateas de grasa y perfume en las que se mezclaban las sustancias para los grandes panes que luego se vendían en la región de Estrasburgo. Itzi era un muchacho tranquilo y delgado al que un asma temprana había acortado la respiración y hundido un poco el pecho. Tenía una rara habilidad para la escultura y en sus ratos libres tallaba, en las grandes pastillas de jabón, cebras, caballos, pájaros, monos, arbolitos y gansos. Pero como entonces no eran usuales esas formas de jabón en el comercio y las ferias, su padre no veía gracia alguna en que Itzi siguiera haciéndolas, y, aunque no se oponía frontalmente a ello, considerando poco menos que retrasado a su hijo, hacía la vista gorda y solo de tanto en tanto le recriminaba esas distracciones artísticas.

Vino una epidemia de rubéola procedente de Bohemia, un mal que cruzó valles y montañas y sorprendió a los niños de Estrasburgo en sus pequeños lechos de madera con el rostro alicaído de los que no comprenden y la mirada vidriosa de la fatalidad. Las madres lloraban, los padres se reunían con los pocos médicos de la región y, cataplasma va, vomitivos vienen y bálsamos se quedan, lo cierto es que alguno murió de un colapso anafiláctico, otro cayó en delirios sin fin y la mayoría seguía en mal estado, sin que se supiese qué hacer o a quién recurrir. A salvo de ese mal, pues ya lo había vivido en su propia piel,  Itzi Faibl se enteró de lo que pasaba y solicitó de su padre permiso para visitar a su pequeño primo Franz Yosef. Terminado el trabajo de ese día puso en su bolso una jirafa de jabón y medio par de gafas de armadura de oro de su bisabuelo que hacía años estaban sin cristales. Cuando llegó a la casa de su primo, su tía sollozaba. Itzi Faibl entró a una habitación que olía a alcanfor y por el crujido del suelo se dio cuenta de que pisaba sal gruesa. Allí, a la luz de una vela muy recta, tiritando en su cama, estaba Franz Yosef, el desconsolado. Entonces, sin temer al contagio, el visitante le dio un beso y luego introdujo la cabeza de jabón de la jirafa dentro de un vaso de agua que había en la mesilla de noche, removió el líquido y esperó unos segundos.

—¿Qué haces? —le interrogó con voz quebrada su primo Franz Yosef.

—Preparo burbujas, fabrico arcos iris.

Descorrió las pesadas cortinas de la habitación de su primo y le pidió permiso para entreabrir la ventana. La luz de la tarde de abril entró directamente a los tristes ojos azules de Franz Yosef. El escultor de las pastillas de jabón acercó el único aro de oro de las gafas de su bisabuelo  a  su boca y soltó una estruendosa carcajada que, al impulsar el aire, creó grandes pompas risueñas que flotaron por encima dela cama del convaleciente. Burbujas nacidas de la jirafa y tan transparentes que parecían gigantescos e ingrávidos ojos de lluvia puestos a volar en esa casa de Estrasburgo en la que, como en tantas otras, un niño sufría sin saber por qué. Franz Yosef tuvo, al verlas desplazándose delante de su nariz, primero un ataque de tos y luego un acceso de felicidad. Los primos rieron juntos, mirándose, sin hablar. Rieron y rieron hasta que el convaleciente se sintió lo bastante animado como para ponerse en pie, salir de la cama y dedicarse con feroz alegría a perseguir los arcos iris de las burbujas. El jaleo era tan grande que la tía Elke, madre de Franz Yosef, se acercó preocupada a ver qué ocurría, qué tontería hacían juntos los primos.

Pero se quedó de una pieza al descubrir en las sonrosadas mejillas de Franz Yosef el matiz incipiente de la recuperación.

 —¿Cómo has podido, cómo lo has hecho, Itzi Faibl? —preguntó, sin darse cuenta de que una gran pompa de jabón le planeaba por detrás de la cabeza—. ¿Qué le has dado a tu primo para que esté tan contento?

 —Pompas de jabón con brillos de arco iris, tía.

—No puede ser —suspiró la madre de Franz Yosef.

Cedida la fiebre, izado su ánimo a la altura de la euforia, el enfermo agregó:

—Si miras bien, mamá, verás encerrada en cada pompa de jabón cada una de mis quejas y dolores, los picores y las molestias. Itzi las captura y yo las destruyo.

—Y  como el arco iris no puede morir —comentó el sonriente hijo del  jabonero Leib Strubel—, y renace una y otra vez del agua que remuevo, tu hijo se siente como Noé tras el Diluvio: haciendo un pacto con lo viviente. Renaciendo entre burbujas de jirafa de jabón.

Enterados en la ciudad de lo que ocurría en la casa de Elke, padres y madres requirieron la presencia de Izti Faibl, quien en una semana gastó un camello, dos conejos y una ardilla de jabón que guardaba en un trastero del taller de su padre, transformándolos en burbujas de aire coloreado. Creando con ellos pompas de risa translúcida, esféricas entidades que disolvían a media altura el desánimo de los atacados por la rubeola dejándolos más limpios de su mal que un pañuelo de lino secándose al sol de un mediodía de verano. Años después, cuando la famosa epidemia procedente de Bohemia no era más que un mal sueño en el recuerdo de todos, si alguien le preguntaba con insistencia a Itzi Faibl cómo había hecho eso, cómo había curado a tantos niños, este solía decir:

—Verdaderamente no lo sé, pero creo que los milagros son tanto o más contagiosos que los males \desgracias que nos suceden. Con frecuencia basta que se produzca uno para que todos disfruten de él. 

 

Aunque el joven Itzi Faibl de Estrasburgo no lo supiese, considerando que por una simple aliteración de la palabra hebrea para jabón, savón,  esta se convierte en  be-nes, que significa  por o a través del milagro, junto al  signo del hombre, representado en este caso por la letra vav. Suele ocurrir que a este lo curan más las buenas intenciones de quienes lo aman que los sesudos propósitos de quienes lo estudian.

 

 

 

Fuente:
Satz, Mario: La palmera transparente. Edit. EDAF.

Madrid, 2000.

 

 

INDICE TEMATICO GRAL.

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