Revista de ArteS
Buenos Aires - Argentina
Edición Nº 30
Enero / Febrero 2012

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ANTROPOLOGIA


Los hacedores de lluvia

Parte II - (Leer Parte I)

Algunas veces, y cuando una sequía ha durado mucho tiempo, las gentes abandonan por completo las artes de la magia imitativa; estando demasiado iracundos para perder el tiempo en oraciones, buscan en las amenazas y maldiciones, y aun en la fuerza, arrebatar las aguas del cielo al ser sobrenatural que, por decirlo así, las tiene detenidas en su origen. En una aldea japonesa en la que la deidad guardiana haya estado haciéndose la sorda a las oraciones de los campesinos para que llueva, derriban su imagen y entre grandes maldiciones y gritos la hunden de cabeza en un campo de arroz podrido.

"¡Ahí —le dicen— se quedará por ahora y veremos cómo se sentirá después de unos cuantos días abrasada por este sol tórrido que está quemando la vida de nuestros campos agrietados"

Los chinos son adeptos del arte de tomar el reino de los ciclos por la tremenda; cuando ansían que llueva, fabrican un enorme dragón de papel y madera que representa al dios-lluvia y le llevan en procesión, pero si no llueve a continuación, el dragón sustituto es despedazado y execrado. Otras veces amenazan y pegan al dios si no les da lluvia; otras le deponen y exoneran públicamente de su calidad de dios. En cambio, si la esperada lluvia caía, promovían al dios, en otros tiempos, a un rango más alto por decreto imperial. 
En abril de 1888, los mandarines de Cantón suplicaron al dios Lungwong que parase la lluvia incesante y como se hiciera el sordo a las peticiones, le encarcelaron durante cinco días, lo que tuvo un saludable efecto: la lluvia cesó y al dios se le devolvió la libertad.

 
En ocasiones se generan conflictos con esta deidad, aunque por lo general es una divinidad benevolente, trae la lluvia y es el señor de las aguas: nubes, ríos, pantanos, lagos y mares. Estos dioses del agua pueden volverse tan pequeños como un gusano de seda, o son capaces de alcanzar un tamaño como para sumir en la sombra el mundo entero. Pueden ascender a través de las nubes o penetrar en los manantiales más profundos.  Tiene cuernos de venado, cabeza de camello, ojos de demonio, cuello de serpiente, escamas de pez, garras de águila, patas de tigre, orejas de toro y largas vibrisas de gato. Existía alguna forma de oposición entre los dragones y el sol, pues siempre trataban de morderlo. 

Unos años antes hubo una sequía y la misma deidad fue encadenada y expuesta al sol durante varios días en el patio de su templo para que pudiera sentir por sí misma la necesidad urgente de la lluvia.

También los siameses, cuando necesitan lluvia, exponen a sus ídolos al sol abrasador, pero si desean tiempo seco quitan el techo de los templos y dejan que la lluvia caiga sobre los ídolos. Piensan que las inconveniencias a que así están sujetos los dioses les inducirán a atender los deseos de sus feligreses.


Diez sacerdotes en la India actual, realizan ritual en procura de lluvia

El lector sonreirá ante esta magia meteorológica del Extremo Oriente, mas, precisamente para conseguir la lluvia, se ha recurrido a métodos parecidos en la cristiana Europa y en nuestros días. Hacia finales de abril de 1893, hubo gran sufrimiento en Sicilia por carencia de agua. La sequía duraba ya seis meses: todos los días lucía y se ponía el sol en un cielo sin nubes. Los huertos de la "Conca d'Oro", que rodea Palermo con un cinturón de magnífico verdor, estaban marchitos. Los alimentos escaseaban; el pánico se apoderaba de la gente. Todos los métodos tradicionales para procurar la lluvia se habían ensayado sin efecto alguno. Las procesiones habían desfilado por calles y campos. Hombres, mujeres y niños rezaban su rosario postrados noches enteras ante las sagradas imágenes. Cirios benditos ardían día y noche en las iglesias. Se habían colgado de los árboles palmas benditas en el Domingo de Ramos. 
Los habitantes de Nicosia, con la cabeza descubierta y los pies descalzos, llevaron los crucifijos por todos los barrios de la ciudad azotándose unos a otros con alambres. Todo fue en vano; hasta el santo Francisco de Paula, que anualmente realiza el milagro de traer las lluvias y es conducido por los huertos todas las primaveras, no pudo o no quiso ayudar. Misas, vísperas, conciertos, iluminaciones, fuegos artificiales, nada pudo conmoverle. Al fin, los campesinos empezaron a perder la paciencia. Muchos santos fueron desterrados. 
En Palermo tiraron a San José a una huerta para que viese por sí mismo el estado de las cosas y juraron los campesinos dejarle allí, abandonado al sol, hasta que lloviese. Otros santos, a la manera de chicos traviesos, fueron puestos cara a la pared o despojados de sus bellísimos trajes y desterrados de sus parroquias, insultados groseramente y zambullidos en los pilones de bañar las caballerías. 
En Caltamisetta arrancaron las alas doradas de la espalda de San Miguel Arcángel y las reemplazaron por otras de cartón; le quitaron su manto de púrpura, poniéndole en su lugar un taparrabos. 
En Licatta, el santo patrón San Ángel lo pasó aún peor, pues le dejaron en cueros, le insultaron, le pusieron grilletes y le amenazaron con ahogarle o ahorcarle.

"¡Que llueva o la soga!"

gritaban encolerizados poniéndole los puños en la cara. En ocasiones se apela a la piedad de los dioses. Cuando sus mieses están agostándose por la solana, los zulúes buscan un "pájaro celestial", lo matan y lo arrojan a una charca. Después el cielo se apiada con terneza por la muerte del pájaro y "llora por él, lloviendo y llorando una plegaria funeral". 
Algunas veces las mujeres entierran hasta el cuello a sus criaturas y después se apartan un trecho y exhalan tristes lamentos durante largo tiempo. Se supone que el cielo se enternece ante esto. Después las mujeres desentierran sus criaturas, seguras de que el agua no tardará en caer. Ellas dicen que llaman al "Señor de arriba" y le piden que envíe lluvia. Si llueve, dicen "Usondo llueve". Los guanches de Tenerife, cuando había sequía, conducían sus rebaños a un lugar sagrado y allí apartaban los corderos de las ovejas para que su balar patético enterneciera el corazón del dios. En Kumaon, India, un procedimiento para que termine de llover es derramar aceite hirviendo en el oído izquierdo de un perro; el animal aúlla de dolor y sus aullidos son oídos por Indra que, lleno de piedad por los sufrimientos del animal, para la lluvia. Algunas veces los toradjas prueban a procurarse la lluvia colocando los tallos de ciertas plantas en el agua y diciendo:

"Ve y pide que llueva y mientras no haya lluvia, no te replantaré, y te morirás".

También atan unos caracoles de agua dulce con una cuerda que cuelga de un árbol y les dicen:

"Id y pedid que llueva; todo el tiempo que tarde en llegar la lluvia no volveréis al agua".

Entonces los caracoles van y lloran a los dioses, que se apiadan y envían la lluvia. Sin embargo, las anteriores ceremonias son religiosas, más que mágicas, pues llevan implícita una apelación a la compasión de los altos poderes.
Propiedades de las piedras Suele suponerse que algunas piedras tienen la propiedad de atraer la lluvia, siempre que sean sumergidas en el agua, remojadas con ella o tratadas de alguna otra forma apropiada.

En una aldea samoana cierta piedra fue cuidadosamente alojada como representante del dios hacedor de las lluvias y en tiempo de sequía sus sacerdotes llevaban la piedra en procesión y la sumergían en un río. Entre los ta-ta-thi, tribu de Nueva Gales del Sur, el "hacedor de lluvias" rompe un trozo de cristal de cuarzo y lo escupe hacia el cielo; el resto del cristal lo envuelve en plumas de emú, lo remoja todo y lo guarda cuidadosamente.  En la tribu Keramin de Nueva Gales del Sur, el brujo se retira al lecho de un arroyo, echa agua sobre una losa de piedra redonda y después la tapa y oculta. Entre algunas de las tribus del noroeste australiano se encamina el "hacedor de lluvias" a un terreno apropiado a sus propósitos. Allí construye un montón de piedras o de arena, coloca encima su piedra mágica y pasea o baila en derredor de la pila cantando sus conjuros hora tras hora; cuando le rinde el cansancio y tiene que desistir de ello, toma su lugar el ayudante. Salpican agua sobre la piedra y encienden grandes hogueras. Ningún profano puede acercarse al sitio sagrado mientras se ejecuta la ceremonia mística. Cuando los sulka de Nueva Bretaña desean procurarse lluvia, tiznan piedras con las cenizas de ciertos frutos y las colocan al sol junto con otras plantas especiales y capullos de flores. Después ponen en el agua un manojo de ramitas que sumergen poniendo piedras encima mientras recitan un conjuro. Hecho esto, vendrán las lluvias. En Manipur hay una roca sobre una altísima colina al este de la capital que la imaginación popular identifica con un paraguas. Cuando se desea que llueva, el rajá va por el agua de una fuente que hay en el llano y la derrama sobre la roca.

En la provincia japonesa de Sagami hay una piedra que hace que llueva siempre que se echa agua sobre ella.
Cuando los wakondyo, tribu del África central, desean que llueva se dirigen a los wawamba, que moran al pie de unas montañas nevadas y son los felices poseedores de una "piedra de lluvia".
A cambio de un pago apropiado, los wawamba lavan la piedra preciosa, la ungen y colocan en un puchero lleno de agua. Después de esto, la lluvia no puede fallar.

En las soledades áridas de Nuevo México y Arizona, los apaches pensaban que hacían llover acarreando agua de un manantial especial y arrojándola sobre un sitio señalado en lo alto de una roca; ellos imaginaban que las nubes se acumularían pronto y comenzaría a caer la lluvia.

Las costumbres de esta clase no han estado confinadas a las selvas de África o a los desiertos tórridos de Australia y el Nuevo Mundo. También se han practicado en el aire frío y bajo los cielos grises de Europa.

Hay una fuente llamada Barentón, de fama romántica, sita en "los selváticos bosques de Broceliande" donde, si la leyenda es verdad , el hechicero Merlín duerme todavía su sueño mágico bajo la sombra del acerolo. Hacia allí iban los campesinos bretones que acostumbraban a recurrir a ella cuando necesitaban la lluvia para sus campos. Cogían agua en un cangilón y la arrojaban sobre una laja de piedra cercana al manantial.


En Snowdon hay un lago pequeño y solitario llamado Dulyn o Lago Negro, situado "en una obscura cañada rodeada por altas y peligrosas rocas". Una hilera de piedras a modo de estriberón franquea un paso hasta el centro del lago y si alguno pasa sobre las piedras y arroja agua alcanzando con ella la última piedra de la hilera, llamada "el Altar Rojo", "es muy difícil que no consiga que llueva antes del anochecer, aun cuando haga mucho calor". En estos casos parece probable que, como en Samoa, se considere a la piedra más o menos divina y esto se trasluce en la costumbre, algunas veces observada, de arrojar una cruz en la fuente de Barentón para conseguir lluvia, pues esto es evidentemente una substitución cristiana del antiguo método pagano de arrojar agua a la piedra.

En varios lugares de Francia se usa, o al menos se usaba hasta hace muy poco tiempo, la costumbre de meter en el agua la imagen de un santo como medio de procurar la lluvia. Así, al lado del antiguo priorato de Commagny hay un manantial de San Gervasio y hacia él van los campesinos en procesión para conseguir la lluvia o el buen tiempo, según las necesidades de sus mieses. En tiempo de gran sequía arrojaban en la charca del manantial una imagen de piedra del santo, situada en una especie de nicho sobre el sitio por donde salía el agua. 

En Collobriéres y Carpentras verificaban una práctica similar con las imágenes de St. Pons y St. Gens.

En varias aldeas de Navarra se acostumbraba ofrecer las rogativas para la lluvia a San Pedro y, como medio de obligarle, los aldeanos llevan la imagen del santo en procesión hasta el río, donde por tres veces le invitaban a volver sobre su determinación y a concederles sus peticiones; si el santo se obstinaba, le tiraban al agua a despecho de la oposición de los clérigos que argüían, con tanta verdad como piedad, que una sencilla advertencia o amonestación administrada a la imagen bastaría a producir el mismo efecto. Hecho esto, seguramente la lluvia caería antes de las veinticuatro horas.

No gozan los países católicos del monopolio de hacer llover zambullendo imágenes santas en el agua, pues en Mingrelia, Rusia, cuando las mieses se están agostando por la falta de lluvias, cogen una imagen especialmente santa y la zambullen todos los días en el agua mientras la lluvia no caiga; y en el Extremo Oriente, los shans riegan las imágenes de Buda con agua cuando los arrozales mueren de sed.

En todos estos casos la costumbre tiene probablemente un fondo de encantamiento simpatético, aunque, sin embargo, puede estar disfrazada bajo la apariencia de un castigo o amenaza. Lo mismo que otros pueblos, los griegos y romanos pensaron obtener la lluvia por medio de la magia cuando las oraciones y procesiones habían resultado ineficaces. Por ejemplo, en Acadia, cuando las mieses y los árboles estaban asolados por la sequía, el sacerdote de Zeus sumergía en el manantial del monte Lycaieto una rama de roble. Enturbiada así el agua, se elevaba una brumosa nube de la que prontamente se desprendía la lluvia sobre el país. Un modo parecido de hacer lluvia se practica todavía, como hemos visto, en Halmahera, cerca de Nueva Guinea. El pueblo de Crannon, en Tesalia, tenía una carroza de bronce guardada en un templo: cuando deseaban un chaparrón bamboleaban la carroza y el chubasco caía. Probablemente el retumbo de la carroza significaba una imitación de los truenos. Hace poco hemos hablado del simulacro del trueno y del relámpago formando parte de un encantamiento para la lluvia en Rusia y en Japón. El legendario rey de Elis, Salmoneo, fingía el tronar arrastrando tras de su carro vasijas de bronce, y mientras tanto arrojaba antorchas encendidas a imitación de los relámpagos. Era su deseo impío imitar al carro tronante de Zeus cuando rodaba por la bóveda celeste; verdad es que el rey decía ser el verdadero Zeus y obligaba a que le ofrecieran sacrificios como tal deidad. Cerca de un templo de Marte, fuera de Roma, se guardaba una piedra especial llamada lapis manalis. En época de sequía se llevaba esta piedra dentro de Roma y se suponía que ello produciría inmediatamente la lluvia.

>>> Continuará en el próximo número >>> 

Fuente: 
Frazer, James: La rama dorada. Publicada por primera vez en 1890 en dos volúmenes, cuya segunda versión (1907–1915) aumentó a doce volúmenes y posteriormente resumida por el autor en un volumen en 1922, que corresponde a la versión usualmente publicada y leída.

 

 
       

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