Revista de ArteS
N° 26
Mayo / Junio 2011 Buenos Aires
Argentina

 

 

 

 

 

 

 

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INDICE TEMATICO GRAL.

El teatro indio

Paul de Saint-Victor *

Parte I

«El Teatro de la India está invadido por la Naturaleza del mundo tropical, que constituye la magia del Teatro indostánico. Desde el momento de penetrar en él, el espíritu se cree transportado a una región desconocida»

El teatro indio es extraño y anormal entre todos; aparece dos siglos antes de nuestra Era, dos mil años después de las grandes epopeyas, y sale del santuario como la Tragedia griega. Sus contadas representaciones ofrecen la rareza de las fiestas seculares. Sus poetas apenas si producen más de dos o de tres obras; sesenta piezas constituyen aproximadamente todo su repertorio. El desarrollo es su regla: pasa, en un abrir y cerrar de ojos, de la tierra al cielo; admite a los monstruos y a los animales en sus dramas. Sus personajes recorren cien leguas de camino, sin moverse de la escena; indican con gestos la velocidad del carro imaginario que los conduce a través del espacio. Para desaparecer com-
pletamente basta con que se envuelvan en un velo. Más aún: el personaje que ha desaparecido bajo el velo puede permanecer visible para uno de los actores y conversar con él en voz alta sin que los demás se permitan oír o escuchar cosa alguna. El genio indio, tan profundamente idólatra que podría encarnar la Abstracción, ha representado cada una de las pa siones que los dramas expresan mediante un color especial dedicado a un dios. El amor, consagrado a Vichnú, es azul obscuro; la alegría es blanca, y es Rama el que preside sus juegos; la ternura es rosa y corresponde a Rurda; el furor es rojo y pertenece a Sakra; el heroísmo, gris, a Va runa ; el terror, negro, a Yama; el hastío, azul pálido, a Mahakala; el asombro. amariillo, a Brahma. Al representarse una obra, la escena se empavesa con los colores de la pasión imperante. El drama es, sucesivamente, blanco o negro, índigo o púrpura; su poética emplea todas las tonalidades de una paleta. - Por una singularidad aun más bizarra, el Teatro de la India es poligloto . Los personajes principales de una pieza hablan el : sánscrito, la lengua sabia y sagrada, ininteligible para el vulgo. La heroina se sirve del prakit, idioma gorjeador y dulce, que es, respecto al sánscrito, lo que el latín respecto al italiano. Las mujeres que la asisten y sus amigas se valen de un dialecto menos puro. Los comerciantes y los .personajes subalternos no pueden emplear más que una jerga grosera, que aun se subdivide en jergas de diversas categorías, según las profesiones que aquéllos ejercen. El régimen de las castas, que todo lo gobierna en la India, explica esta anomalía. Según sus limitaciones inmutables, el Sudra no debe comprender lo que dice el Brahmán, ni el Chandala maldito ha de mezclarse en la conversación del Sudra. Así, en cada pieza, los espectadores sólo comprenden los discursos puestos en boca de los personajes de su propia clase: el resto no es para ellos más que una pantomima que es necesario descifrar. No de otro modo hubiera sido un teatro en plena Torre de Babel.

El drama indio reúne todos los extremos y todos los contrastes. Tan pronto consta de catorce actos como de una sola escena, y tan pronto emplea versos de cuatro sílabas como versos desmesurados, cual los reptiles del mundo primitivo, que desenroscan anillos de ciento cuarenta pies. Unas veces requiere el concurso de todo un pueblo de actores y otras se reduce a un monólogo con réplicas, ejecutado. por un ventrílocuo.
De un brinco pasa de la niñada a lo sublime, de la ingenuidad a la extravagancia, de la emoción sencilla y verdadera a la desvergüenza y a la locura. -- Recorramos lo que de él nos separa y, seguidamente, marcharemos por el camino que con él nos enlaza. A través de todos los antípodas de costumbres, de religiones y de razas, el alma humana concluye siempre por volver a encontrar y por reconocer su indivisible unidad.

Primeramente, su parte fabulosa es inaccesible; para penetrar en ella se necesitaría el hacha que emplean los viajeros para abrirse una senda a través de las inextricables selvas del Rimalaya. La atención más robusta se extravía, como un elefante entre los juncales. Entre el espíritu europeo y el de la India se yerguen cien millones de Dioses monstruosos, cambiantes, multiformes, que se desvanecen para reaparecer, transformados por metamorfosis incesantes cuando se creía tenerlos asidos. El
análisis es tan impotente como el apostolado y como la conquista para abrir brecha en esta mitología que tiene espesor tremendo, inusitado.
Pretender explicar sus fantasmagorías colosales, aglomeradas por las generaciones de fumadores de opio, valdría tanto como querer sujetar las nubes que se deshacen para volar por la extensión del firmamento.
La inteligencia se desconcierta ante su fecundidad delirante. La memoria se niega a contener esas miríadas de divinidades fantásticas que, multiplicándose sin tregua ni medida, acaban por obstruir el infinito. La imaginación, por ávida que sea, retrocede ante la enormidad de sus maravillas y de sus prodigios. - Entre otros mil ejemplos que podrían citarse, hay una escena del Samudra Mathanam: en la que baten el Océano, cual se bate la leche en una mantequera, para hacer ambrosía con la espuma.


Escena del Samudra Mathanam

En otro poema, estalla una cuestión entre Indra, el rey de los Dioses, y su preceptor espiritual Viscavarcapa. El dios enojado corta la triple cabeza del brahmán, para. vengarse. Un gigante terrible surge de las llamas del sacrificio ; tiene la talla de una montaña, el color de un peñasco ennegrecido por el fuego, traspasa al cielo y a la tierra con su jabalina flamígera, su boca honda como una caverna engulle de un sorbo la atmósfera y coge, para devorarlos los tres mundos, mientras que su lengua lame las estrellas. Los Dioses lo envuelven en una nube de flechas, pero él las absorbe totalmente. Para cornbatirlo con eficacia será necesario que Indra haga aguzar un rayo por medio de las plegarias y' de las austeridades de un célebre penitente. _ Después de recorrer los libros de la India se experimenta en cierto modo el hastío y las náuseas de los'milagros.

La India no tiene historia por haberla sepultado bajo los mitos. No han quedado vestigios de ella en sus dramas ni en sus poemas. Ha sido necesaria la sagacidad de la erudición europea para reconocer en el rey Chandragupta de una de sus piezas -El anillo del ministro- al Sandracoto citado por los griegos, visitado por Megástenes, y con el cual Seleuco concertó una alianza. Ni Alejandro Magno consiguió dejar sus huellas sobre este humano mar. Y Lord Clives y Rastings, los conquistadores de ayer, se encuentran tan olvidados como Alejandro. La existencia, para los indostánicos, sólo es una pesadilla, una combinación de apariencias efímeras que se cruzan, chocan y se agitan sobre la inmovilidad de la nada. El mundo no es más que un teatro ilusorio, al cual los seres -variaciones fugitivas de una substancia única - vuelven incesantemente a sufrir y a morir bajo las mil formas de la transmigración.
Nada comienza y nada concluye; la anonadación es el supremo bien. Partiendo de este principio, ¿ a qué conduce medir el vacío? ¿ Para qué fijar, mediante fechas, las vicisitudes de un sueño infinito? Los sucesos, las dinastías, las catástrofes, las conquistas, pasan al' seno de la India cual olas de un Océano insondable; Y apenas surgen se evaporan en quimeras y se confunden en la N ada eterna.

La Naturaleza de la India, tan ardorosa para destruir como para crear, se encarga de predicar al hombre esa indiferencia absoluta. Su lujo deslumbrante es el telón de una tragedia sanguinaria. Allí, desde el insecto hasta el tigre, todo da el ejemplo del asesinato aplicado sobre lla inmensa escala de las especies. La vegetación, más deletérea que el laboratorio de Procusta, destila venenos mortales; una flor mata, la picadura de una espina apuñala, la sombra de un árbol fulmina. Los bosques y los pantanos, caldeados intensísimamente por un sol abrasador, elaboran, en sus profundidades, epidemias exterminadoras. De esta mortalidad sañuda, agravada por las amenazas de una metempsicosis perpetua, resulta la idea de que la vida humana carece de importancia, por no ser sino una ilusión dolorosa. Así, pues, la muerte nunca aparece en el Teatro de la India. Nada podría desenlazar, toda vez que no posee virtud expiatoria. Allí sería recibida como una liberación y no como un castigo. Uno de los dramas de Calidasa concluye con este voto lúgubre del héroe colmado de todo linaje de prosperidades : - «¡ Que el todopoderoso Siva, satisfecho de mi celo en servirlo, me libre de los lazos de un segundo
nacimiento!» En otras piezas las víctimas resucitan expresamente para agradecer a sus matadores el que las hayan libertado.

La lucha del hombre contra la pasión y contra el obstáculo es ajena también al Teatro indio. Sus héroes carecen de realidad. Fantasmas sonoros se deslizan sobre la escena sin dejar huella de sus pasos. Jamás se apoderan de la acción para dirigirla o para combatirla; se contentan con seguirla indolentemente. Se reconoce en ellos a esos príncipes imberbes con trajes de color de rosa y rostro femeninos, que las pinturas indianas nos muestran acurrucados en sus tronos, sujetándose los pies
con las manos. La desdicha los doblega como a las cañas y sólo les arranca murmullos armoniosos. Son juguetes de acontecimientos sin causa, los sufren en vez de oponer resistencia. No hay músculos en estos seres débiles, no hay más que nervios, nervios que se estremecen, sensibles, enfermizos, que resuenan cual las cuerdas de la lira al más leve roce.
Un diagnóstico siempre revela su flaqueza moral, acusada por la constante propensión al desvanecimiento. El anuncio de una desgracia, el encuentro de un amigo, la entrada imprevista de la mujer amada, les hacen caer inmediatamente en un síncope. La pasión los reúne en un éxtasis feliz o morboso. La pasión, en nosotros, es el acicate que exalta y que sobreexcita; en ellos es el filtro que adormece o que hace delirar voluptuosamente. Desde el momento en que los ataca comienza el sonambulismo. Van y vienen por la escena cantando sus visiones, divinizando su deseo, girando en torno de su idea fija como si estuvieran dentro del círculo de un hechizo. Pero muy rara vez intentarán realizar un esfuerzo atrevido, un acto enérgico. Para que logren poseer a la mujer que desean, será preciso que intervenga algún Genio o que un dios propicio se la lleve a los brazos. -Idéntica inercia demuestran respecto a las iniquidades y a los infortunios que los hieren. Encerrado en su casta; doblegado por el despotismo, encadenado por los ritos innumerables y minuciosos de su culto, el indio carece de voluntad de iniciativa. La tiranía social se añade a la de la Naturaleza, para rornperle todos los resortes. A las persecuciones, a las crueldades, a los ultrajes,  sólo opone una resignación letárgica. Así, en estos dramas, se ve a los condenados caminar hacia el suplicio - naturalmente suspendido siempre en el último momento - con plácido fatalismo. Sus cabezas no presentan más resistencia al filo del sable que las adormideras, las flores del sueño, al ser desmochadas por Tarquino.

Tampoco hay que buscar en el Teatro indio los caracteres variados, originales, expresivos, que llenan los escenarios de Europa. El individuo no existe en este imperio de las especies.

La casta, desde el momento en que nace, lo arroja en su molde y lo modela con sujeción a su tipo. A través de los siglos, el rey se parece al rey, el esclavo al esclavo, como la palmera a la palmera, y la brizna de hierba a la brizna de hierba. - Ese tigre, que cazan los nababs británicos, es, en el fondo, el mismo, que rugía en las selvas del Ramayana. Ese antílope, criado por una Lady inglesa, tomaba, hace cinco mil años, su alimento en la mano de los eremitas que componían Los Vedas. De igual modo, el rajá actual es contemporáneo del Poro y del Taxilo, contra los cuales combatió Alejandro; la bayadera que danza ante los excursionistas que desembarcan en Calcuta, ejecutaba los mismos bailes ante el rey Sudraka. - AsíÍ, de drama en drama, aun separados por intervalos seculares, y salvo raras excepciones, los personajes del Teatro indio se asemejan todos. El héroe y la heroína, el rey y la reina, el cortesano y el brahmán,  el comerciante y el labriego, hablan, proceden y se mueven invariablemente, según las leyes de su clase, según los ritos de su casta.

No son, en modo alguno, personalidades distintas: son todos ellos tipos consagrados. Inútil es pedir a los poetas indios jovialidad en sus producciones teatrales. A veces tratan de demostrarla; pero se les congela en burlas sombrías o en ironías maquinales. Contraste extraño: el bufón de la pieza es casi siempre un brahmán glotón y perezoso. Su papel consiste en rebajar, con una prosaica salida de tono, el lirismo habitual del rey, tras del cual marcha como un Loco de Corte. Es Sancho Panza, ceñido con el cordón brahmánico y empuñando una cola de vaca, Pero bajo esta carátula jovial continúa siendo siempre un sacerdote sagrado y casi divino. Así, su hilaridad nunca rebasa ciertos límites; se reduce a la risa benigna y confusa de los polichinelas.
¿Qué le queda, pues a este Teatro, inunda-do por mitología desenfrenada, desprovisto de heroísmo y de libre albedrío, de fuerza cómica y de carácter, y falto, a un mismo tiempo, del terreno firme de la realidad y del horizonte de la Historia? Le quedan dos dones que compensan en parte esas lagunas: el sentimiento de la Naturaleza y el encanto del amor. El paisaje y la mujer, he aquí los dos prestigios del Drama indio.
Nuestro Teatro, durante las dos últimas centurias, ha estado tan a distancia de la Naturaleza que parecía ajeno a ella; e! Teatro de la India, en cambio, está invadido por la Naturaleza. El sol lo inunda, la luna lo baña, la selva lo cubre con sus plantas trepadoras y con sus ramas, y el canto de las aves, el susurro de las fontana s y el grito de los animales de toda especie, interrumpen a cada momento el diálogo de sus personajes. Tiene por acompañamiento, a modo de orquesta vaga y profunda, las voces inarticuladas del valle que lo rodea o de la montaña que le presta sombra. i Y esta Naturaleza es la del mundo tropical, con su desbordamiento de luz, con su vegetación exuberante, con sus explosiones de perfumes, con sus animales monstruosos y bizarros!
Esta rareza magnífica constituye la' magia del Teatro indostánico.
Desde el momento de penetrar en-él, el espíritu se cree transportado a una región desconocida. He aquí primeramente el elefante, llenando el espacio con su imagen. Cornpárase a la nube que pasa con la masa oscura del animal, a la montaña con su grupa enorme, a la luna en creciente con las agudas puntas de sus defensas. También aparece frecuentemente en escena, majestuoso y apacible, casi humano, retozando, en la época de los amores, con gracia gigantesca. - En el Rama Charitra, de Bhavabhuti, Rama acaba de librar al elefante favorito de Sita de las garras de un tigre que lo destrozaba. Y dice Rama:

«Sita, ya ves que mi brazo satisface lo que anhelas. Tu predilecto elefante, el que allá en su infancia tierna, con gran primor alargaba su trompa flexible y diestra, para asir fibras del loto en torno de tus orejas y lucirlas cual pendientes llenos de exquisita esencia, audaz, 'ahora, desafía al monarca de las selvas.' Mira cual conquista, amante, el cariño de su hembra. La onda, que el loto ernbalsama, bebe con su trompa y lleva agua que refresque el cuerpo de su noble compañera, y coge las anchas hojas que crecen en las riberas, y con ellas le da sombra, para que el sol no la ofenda.»

En otra ocasión son los monos que «se pintan las mejillas con el polvillo purpúreo de las flores, y sacuden el fruto enorme del artocarpo, o  se deslizan hacia el lago, con paso lánguido, para mitigar su sed en las tibias ondas». Aquí, bajo el césped, ondula, como una ola, la enorme serpiente. «Sobre el dorso del monstruo matizado con mil colores, se adhiere el grillo cantando y bebe las gotas de rocío que humedecen las escamas.»  La casa de Vasantasena, en El carretón del niño, parece un parque zoológico de carácter doméstico:

«Da el cornaca al elefante bolas de pura manteca; como un guerrero insultado, fiero el búfalo resuella; hartos de leche cuajada, los roncos cuervos desdeñan los restos del sacrificio; gimen las palomas tiernas; el papagayo, engordado con arroz, grita en su percha, lo mismo que un brahmán sabio canta un himno de los Vedas: el kokila, el ebrio del juego de los frutos, lanza quejas, como el esclavo rendido por el agua que acarrea; regañan las codornices, y las perdices revuelan y el pavón luce la pompa de su plumaje de seda, abanicando al palacio que  bajo el sol centellea. En los dormidos estanques las flores  del loto tiemblan, cuando  las rozan los cisnes, blancos cual luna serena: de dos en dos van los cisnes, tras una gentil doncella, tal vez para que, al mirarlos, su marcha elegante aprenda; y, como viejos eunucos, las grullas, de zancas lenguas, lentamente, lentamente los corrales atraviesan»

jCuánta abundancia en esta descripción! iCuánto amor a los animales revela! ¡Cómo todo en ella vuela y nada, canta y grita, arrulla y susurra, vive y se sacia ampliamente! Parece como que se está viendo ese Paraíso de los Animales que constituye el sueño de los niños.

Parte II
Parte III

Paul-Jacques-Raymond Bins,  conde de Saint-Victor (Francia, 1827-1881), conocido como Paul de Saint-Victor, ensayista.
Saint-Victor, que dejó de usar el título de conde en pro de sus  principios democráticos, se inició como crítico dramático en el periódico País en 1851, y en 1855 sucedió a Théophile Gautier en la Presse. En 1866 emigró a la Libertad , y en 1869 se unió al personal del Moniteur Universel . En 1870, durante los últimos días del segundo imperio , fue nombrado Inspector General de las Bellas Artes.
La obra más conocida de Saint-Victor es Hommes et Dieux (Hombres y dioses, 1867). Su muerte interrumpe la publicación de Les Deux Masques (Las dos carátulas) en la que el autor tiene la intención de estudiar la literatura dramática desde la antigüedad, obra que no se completa totalmente, que finalmente es editada y de la que está tomado este artículo.

Fuente:
Saint-Victor, Paul de, Las dos carátulas [1884], Joaquín Gil Paricio (trad.), Buenos Aires, Joaquín Gil, 1959.

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