Revista de ArteS N° 28 - Sept. / Oct. 2011 - Buenos Aires - Argentina

 

 

 

 


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El teatro indio

Paul de Saint-Victor

Parte III

Parte I
Parte II

 

En el seno de esta Naturaleza magnífica, coronada de aves, inundada de flores, esplende la Mujer, la reina y el ídolo del Teatro indio.

«Quieres las flores primaverales y los frutos del otoño? ¿Quieres lo que encanta y arrebata? ¿Quieres lo que alimenta y satisface? ¿Quieres en un solo nombre abrazar el cielo y la tierra? ¡Yo te llamo Sakuntala y con esto te lo he dicho todo!»

Es el anciano Goethe quien, a la manera de un patriarca que corona a una virgen, dedica a Sakuntala este elogio magnífico. Lo merece el idilio indio. Por su gracia y por su inocencia, por su íntima relación con la Naturaleza y por su frescura luminosa, pudiera dignamente ser llamado el Paraíso terrenal de la poesía.


Shakuntala, un personaje de la épica india Mahabharata
Pintura de Raja Ravi Varma  (1848-1906)

Es el anciano Goethe quien, a la manera de un patriarca que corona a una virgen, dedica a Sakuntala este elogio magnífico. Lo merece el idilio indio. Por su gracia y por su inocencia, por su íntima relación con la Naturaleza y por su frescura luminosa, pudiera dignamente ser llamado el Paraíso terrenal de la poesía.

He aquí la selva sagrada llena de dédalos y de misterios; el arca del panteísmo habitada por los animales y por los patriarcas. En sus linderos expiran, cual en una playa, las tempestades y los ruidos del mundo. Allí vegetan piadosamente los Ascetas y los Penitentes, bajo árboles monstruosos, cual los Dioses cuya substancia estudian.

En torno de ellos, los monos brincan entre las redes de las lianas; los papagayos picotean el arroz de los sacrificios; el elefante, al pasar, olfatea con la trompa sus barbas semejantes a manojos de hierba quemada. Nada turba su profundo éxtasis. Uno sueña, erguido sobre un pie, en la actitud jeroglifica de las cigüeñas. Otro medita, con los brazos en cruz; un pájaro se detiene a poner en una de sus abiertas manos, y el asceta permanece inmóvil hasta que el polluelo sale del huevo. Éste, más austero aún, se ha enraizado, con el transcurso de los años, en el umbral de su ermita. Deja hacer a la Naturaleza, que, tomándo!o por una- ruina, lo entrega, en vida, a los vegetales y a los animales. - «El gran anacoreta se mantiene sin moverse, con el cuerpo hundido a medias en un hormiguero; una serpien te se le enrosca a la cintura, a guisa de cordón brahmánico; las lianas se le enlazan apretadamente al cuello, y los pájaros anidan en su enmarañada cabellera»

El rodar de un carro retumba de repente en el bosque sagrado. En el carro llega el rey Duchmanta, persiguiendo una gacela a la cual ya apunta su infalible arco. Un ermitaño se lanza entre la flecha y el manso animalito que iba a ser herido:

«Pertenece a la ermita ¡oh, rey! esta gacela; renuncia a darle muer te. Retira ya tu flecha. No hieras con tus armas jamás a la inocencia; defiende al oprimido y sálvalo con ellas. Tu dardo, en este cuerpo, como la llama fuera cuando a los secos tallos del algodón se acerca. No resiste la vida, frágil, de las gacelas, a tus dardos que tienen diamantina dureza.»

¡Cuán conmovedora es esta fraternidad entre el solitario y el animal!, El hombre transportado a la soledad, vuelve a ser, para con las bestias, suave y justo cual lo era Adán. Entre él y la Naturaleza se restablece la paz del Edén. - Así es como Orcagna y Laurau, en los frescos del.Camposanto de Pisa, nos muestran, de acuerdo con la leyenda, a las ciervas salvajes acudiendo a comer en las manos de los Padres del deslerto.

iCuánto más sagrados son para el asceta indio estos animales a los cuales la transmigración da almas humanas o divinas! ¿Quién sabe si ese elefante, que sale del bosque con lentitud solemne, y, al anochecer, se sumerge religiosamente en las ondas del Ganges, no es Ganesa, el dios de la sabiduría? ¿Ocúltase, acaso, Vichnú, como bajo un escudo, bajo el caparazón de esa tortuga que duerme a flor de agua?

En la pupila dulce y vaga del antílope, el brahmán cree ver flotar una mirada de hermana o de abuela. La gran familia de los antepasados trepa, vuela, corre y nada en derredor del indio. Los silbidos, los gritos, los zumbidos, los murmullos de la selva y de la montaña son otras tantas voces suplicantes que le hablan y que le imploran.

Así, atraviesa por la. Creación como por un templo en el cual hasta el polvo es sagrado; y se inclina sobre las cisternas para tender una pajita a la mosca que se ahoga; y, se tapa la boca con un pedazo de tela para no aspirar, por descuido, el átomo animado que flota en los aires; y camina de puntillas junto a los hormigueros : y apagala antorcha que lo ilumina cuando ve que se acerca revoloteando la falena nocturna. - «No aplastes a la hormiga que encuentres en tu sendero- le dice un proverbio- porque, de igual modo que a ti, la dulce vida le es amada.» - Un precepto de los Vedas manda rociar por el suelo alimento para las aves y para los canes vagabundos. Cortar un árbol sin motivo es, según las leyes de Manú, algo semejante a odiar a su padre.

Castigos terribles amenazan a la. crueldad del hombre contra el animal. Refiere una leyenda que un cazador, habiendo hecho arrancar los ojos a quinientas gacelas cogidas y encerradas en un parque, a fin de irlas matando cuando se le antojara, fué condenado a renacer ciego durante quinientas mil existencias. Todos los libros sagrados de la India predican hasta la locura la caridad hacia las bestias. Los budistas han canonizado a un príncipe joven, llamado Mahasatva, por. haber ofrecido su cuerpo como alimento a una tigre que acababa de parir, y cuya leche se había agotado.

 Más aún, la poesía india ha nacido de un grito de piedad ante la muerte y el sufrimiento de un ave. –Valmiki, en el comienzo del Ramayana, se pasea por una selva después de haber sido purificado y contempla con embeleso una pareja de garzas que camina por la orilla del río. Un cazador, emboscado allí cerca, derriba de un flechazo a la garza macho que rueda, ensangrentada y palpitante, por .el sue!o; su compañera aletea en derredor gimiendo. El anacoreta, indignado pronuncia una imprecación contra el cazador: - «¡Oh, cazador! iOjalá nunca sea tu alma. glorificada en todas las vidas ya que hieres a esta ave en el rnomento sagrado de! amor!» _ Este anatema compasivo surgió en sus labios en la forma del metro que había de ser el metro indio por excelencia: el cloka. Muy pronto Brahma le ordena celebrar la gloria de Rama en este ritmo, que brotó espontáneamente de su gloria. El inmenso río de la poesía de la India sale, como de un manantial de esta lágrima vertida sobre una garza muerta.

Entretanto, voces juveniles resuenan en la selva que había vuelto a quedar silenciosa: El rey se oculta tras un matorral, ~ Sakuntala, la hija adoptiva del anciano Kanva, el santo ermitaño, aparece con Prianvada y con Anasuya, sus compañeras. N o hay que asustarse de estos nombres extraños; se asemejan a esos frutos de los trópicos cuya envoltura rara oculta un brebaje exquisito. Sakuntala significa «la protegida de las aves»; Anasuya, «la hábil en combinar los matices», y Prianvada, «la bella con lengua de miel», Sakuntala es la reina de estas tres Gracias del deserto: Fundid en un solo sueño la Eva de Milton, la Cloe de Longo y la Virginia de Bernardino de Saint-Pierre, y tendréis esta virgen de las selvas indostánicas.

Para pintarla tal cual la imaginación la concibe es preciso imaginar a las divinidades de su país, mitad mujeres y mitad flores, cuyo busto emerge del cáliz de un loto. Aparece, y los recuerdos de la belleza clásica se borran ante su vista. Su encanto obra a la manera de esas esencias, violentas y suaves que aturden el pensamiento. ¡Qué gracia tímida, que esbeltez nerviosa, qué sensual e infantil inocencia!


Obra del artista indio Jayashree Patankar

Ved brillar y languidecer sus ojos, agrandados por el antimonio. Los Cascabeles de sus pies, engalanados con cosméticos marcan el ritmo de su paso. Se aspira el perfume del corpiño de madera olorosa, que oprime sus juveniles senos.

Primeramente se dedica a juegos ingenuos mezclados con castas caricias. Las doncellas riegan las plantas de la ermita, y Sakuntala les recomienda que den de beber aun a aquellas cuya floración ha pasado.

Para la jovencita todo se anima, todo adquiere alma y forma humanas: la flor tiene labios, el árbol tiene brazos.

«Mira - exclama -: ese manguero, con sus tiernos racimos agitados por el viento parecidos a dedos, me hace señas para que me acerque a él; voy a acudir a su llamamiento”.

Le ruega a Anasuya que le afloje e! corpiño de tablitas que le oprime el pecho; ahuyenta, lanzando gritos infantiles, a una abeja que anda rondándole los labios; corretea entre sus compañeras y los arbustos alabando la belleza de unas, admirando la lozanía de otros confundiéndolos en sus caricias y embriagándose de luz, de perfumes 'y de bondad. La brisa primaveral la impulsa y le imprime marcha voladora. Así debió retozar la p rimera Mujer a los fulgores de la primera aurora, cuando, apenas desprendida de la Creación, ni aun ella acertaba a diferenciarse de las flores y de los arbustos.

Emboscado tras el follaje, el rey ha sorprendido los juegos del grupo juvenil. Desde el primer momento se ha prendado de Sakuntala. Se exalta, se inflama, acompaña todos sus movimientos con estrofas amorosas. La inspiración lírica arrebata a cada instante sus palabras la frase comenzada en prosa, adquiere las alas y el impulso del verso. Parece que se oye alguno de esos instrumentos de que marcan apasionadamente el ritmo y los pasos de una bailarina. De repente, sale del matorral y se presenta ante las jovencitas. Esta brusca entrada apenas si turba en un principio su tranquila inocencia. Acogen ni recién llegado con la confianza sonriente de la hospitalidad, primitiva.

Es, transportada bajo los plátanos de Asia, la escena de Nausicaa recogiendo a Ulises. Pero, mientras que la hija de Alcinoo se limita a admitir al extranjero «parecido a los dioses», y a desear «que se le asemeje el hombre al cual ella dé el nombre de esposo», Sakuntala, más cerca de la Naturaleza, se deja ingenuamente llevar por las sensaciones que la atraen. Desfallece, tiembla, palpita; el rubor del deseo la envuelve y la colora como una llama:

«¡Sostenedme, compañeras mías, porque siento que me vaya caer!»  

Por su parte, el rey, fascinado, no puede alejarse de la encantadora:

«Mientras que mi cuerpo marcha hacia adelante, mi alma huye hacia atrás, como la tela del estandarte que un abanderado lleva contra el viento.»

El amor camina veloz en Oriente, bajo ese clima de fuego, donde la vegetación y la vida se apresuran, donde las mujeres esplenden y se marchitan, rápidas como las flores.

En el acto siguiente, Sakuntala, «más débil que una liana abrasada por el sol», languidece de amor sobre un lecho de follaje; sus compañeras la abanican con lotos. - Id a los antípodas de esta antigüedad primitiva, pasad de la India a la Judea, de la selva de los Eremitas al regio jardín de Jerusalén y encontraréis otra prometida de monarca, atacada por el mismo mal y consumida por el mismo ardor. - «j Fortificadme con sales - dice la Sulamita de El Cantar de los Cantares -, sustentadme con manzanas, porque de amores muero!» - «j Oh, mis dulces compañeras! - suspira Sakuntala. - Haced que yo encuentre gracia ante el rey, pues de lo contrario, muy pronto sólo os quedará de mí el recuerdo.» - Nada más frecuente, en el Teatro indio, que esta crisis de pasión febril. En la comedia El Collar, atribuída a Harcha, rey de Cachemira, la amiga de una jovencita enamorada, al verla languidecer, va a cortar, en el vecino lago, hojas de loto y aplica las frescas hojas sobre el encendido corazón de la enferma.

Duchmanta reaparece muy pronto, majestuoso y tierno; entonces comienza una escena de amor llena de encanto indecible. Este rey indio tiene la amabilidad soberbia de un dios griego bajando del Olimpo para seducir a la hija de un pastor; pero de Asia conserva esa magnificencia de lenguaje que derrama todas las flores de la tierra y todas las estrellas del firmamento sobre la frente de la bien amada. Ella, no obstante, se entrega con dulzura de niña, con sumisión de esclava a los transportes de su regio amante. Todo la invita a ceder: las prescripciones de' su casta, la sensualidad de su culto, la indulgencia de los dioses en quienes adora, el ejemplo de la Naturaleza voluptuosa y fecunda que la ha sustentado en su regazo. La turbación de. los sentidos en nada altera su nativa pureza, permanece casta aun entregándose. Así las bayaderas que danzan en torno de un ídolo: mientras que su cuerpo se arquea y se retuerce lascivamente, su rostro sólo expresa dulce piedad.


Sandor Nagy. Sakuntala tapestry, 1909

Las umbrías del bosque han velado el furtivo himeneo; Sakuntala se ha dado al rey y ha recibido del rey el anillo de la alianza. Una embajada vendrá prontamente a recogerla en el. bosque y a conducirla hasta la regia ciudad. Pero he aquí que Durvasa, un Solitario famoso, pasa ante la cabaña de la joven, pidiendo hospitalidad. Abismada en su sueño, cual paloma que reposa con la cabeza bajo el ala, Sakuntala no ha oído la demanda. Entonces el monje, furioso, la maldice y decreta que Duchmanta se olvide de su amor y del rostro de su amada. No sin grandes trabajos, Prianvada, «la bella con lengua de miel», consigue que retire a .medias la imprecación y que el rey pueda recobrar la memoria al ver el anillo nupcial.

Durvasa es uno de esos formidables ascetas de las epopeyas brahmánicas, que luchan cuerpo a cuerpo, mediante la austeridad, contra la divinidad de sus dioses.

Sabida es la omnipotencia 'terrible que la India atribuye a las rnaceraciones de sus solitarios. Cuando éstos llegan a cierto grado de penitencia pueden parir mundos, derribar astros, crear nuevos dioses y destronar a los antiguos. De ahí las mortificaciones desenfrenadas y sobrehumanas que se imponen: ayunos seculares, cilicios desgarradores, torturas atroces, meditaciones capaces de hacer estallar el cráneo, Hasta la. Naturaleza se conmueve por obra de las tremendas virtudes del anacoreta; la mar se hincha, las estrellas palidecen, los cimientos de la tierra se quebrantan. Los hombres gritan: - «¡ Oh Brahma! Si este sabio continúa sus maceraciones, nada podrá evitar que la Humanidad se haga atea.» Con frecuencia los dioses se agitan y tiemblan en sus tronos, contemplando, desde lo alto de la eternidad, a un viejo y sucio faquir acurrucado en el fondo .de una caverna, con las manos juntas y enclavadas por sus uñas, y ocupado desde hace cien años en refunfuñar un monosílabo inefable. Si su virtud continúa elevándose, alcanzará de hecho potencia divina: el gusano de luz en el fango eclipsará al sol. Así, los dioses procuran por todos los medios posibles anular o menguar la energía de su penitencia.

Ya entran en conferencias y tratos con el solitario, ya le envían ninfas celestes o cortesanas que intentan excitar con su desnudez y con caricias lo que aun queda de carnal en el penitente. Las tentaciones de San Antonio abundan en derredor de los ermitaños indios.

Algunas veces sucumben: el amor a las mujeres es su único punto vulnerable. - «¿Hay algún dolor que te enoje en tus penitencias?» - pregunta, en una leyenda budista, el rey Asoka a un Richi, al cual encuentra en medio de un bosque, de pie bajo el sol ardiente, entre cinco hogueras chisporroteantes.  

«Sí - contesta el Richi. Los antílopes se acoplan en la época del celo. Ahora bien, cuando veo sus retozas, entonces me siento consumido de deseos.»

Exaltados por su poder y por su virtud, estos sombríos ascetas aparecen en los poemas indios como gigantes de orgullo. Castigan terriblemente la menor ofensa que se les infiere, la más leve infracción a los homenaj es y a los respetos que exigen. Su cólera cae no sólo sobre los hombres, sino también sobre los dioses. - Un solitario,' quejoso de la diosa Ganga (el Ganges), la castigó tragándosela. El Durvasa, que interviene en Sokuntola, maldijo un día a Indra porque el elefante de este dios dejó una guirnalda de flores con la cual le había adornado los colmillos. Esta maldición secó las plantas y las hierbas; los hombres dejaron de ofrecer sacrificios, los dioses quedaron vencidos por los demonios.

Fue necesario todo el poder de Brahma para destruir el efecto del anatema.

«¿ Quién, pues - exclama Vichnú en un poema -, no ha de venerar a los Richis, cuando yo mismo llevo sobre mi penacho el polvo de sus pies ?»

Volvamos a la ermita que va a abandonar Sakuntala. Ignorante de la imprecación que ha caído sobre ella, decide ir a reunirse con su regio prometido.


Sakuntala - obra del artistaSubimal Das - India (1976)

No hay en los poemas de Occidente escena alguna comparable a la partida de Sakuntala. N o se separa solamente de su familia adoptiva, sino de esta selva a la cual está unida, como la hamadríade al árbol natal.

Los ascetas se congregan afectuosamente en torno de la jovencita; bajan las manos, siempre elevadas al cielo, para bendecirla. Fluyen de sus labios palabras suavísimas, semejantes a la miel que destilaban las encinas de la Edad de Oro. El vetusto Kanva, patriarca de esta Tebaida, abraza a su hija predilecta:

«¡ Que sea feliz tu viaje! j Que la extensión del camino la alegren claros estanques, siempre cubiertos de loto! ¡ Que te den sombra los árboles! j Que el viento te refrigere con su caricia suave! j Que nunca huelle tu planta más que pétalos fragantes!»

Sus dulces y modestas hermanas atavían, con ternura respetuosa, a la novia del monarca. Anasuya, «la hábil' en combinar los matices», le tiñe de laca los delicados pies y le ciñe a las sienes un velo argentado; Prianva da le cuelga al cuello un amuleto protector. Y es un concierto de votos ingenuos, de zalamerias virginales, de lágrimas de pena, prontamente en jugadas, que se mezclan con sonrisas.

«No está bien; querida Sakuntala, no está bien llorar en un tan hermoso día».

La jovencita adora a su padre nutricio, se prosterna a los pies de los ermitaños, ejecuta la marcha sagrada alrededor de las hogueras del sacrificio; luego se despide del asilo que dió sombra y amparo a su infancia.

Nunca la voz humana ha hablado a la Naturaleza un lenguaje más íntimo ni más dulce. Al separarse de la selva sagrada dijérase que Sakuntala desteje, trozo por trazo, un' amplio traje religioso. Va de planta en planta, designándolas por sus nombres y agradeciéndoles los perfumes y la sombra que le han prestado.

Se arrodilla para besar a su flor favorita e imprime los labios en el cáliz de esta flor cual si fuera una boca adorada.

«Padre, deja que adiós diga a esta flor toda fragancia, flor del Marhaví que, siempre, en mí tuvo amante hermana; la llamé Luz de los Bosques y la vi crecer gallarda, con sus tallos encendidos que brillan como una llama”.

«Bendita Luz de los Bosques, bella entre todas las plantas, enlázame con tus brazos, abrázame con tus ramas. Padre mío, cuida de ella, igual Padre mío, cuida de ella, igual que . de mí cuidabas.» - El viejo brahmán contesta: - «yo desposaré tu planta favonta con su novio, que es el dulce árbol de amra que junto n olla, noche y día, suaves perfumes exhala. Ella, cual tú, hallará esposo y con el dicha colmada. j Prosigue, pues, tu viaje ten valor hija del alma!»

Toma por testigo al bosque, del amor de Sakuntala.

«Escuchad, copudos arboles; escucha, selva sagrada: para buscar a su esposo hoy os deja Sakuntala; ella, que, antes de regaros, con sed, nunca probó el agua, ella, que, amiga de adornos, nunca lució como galas un capullo de vosotros, y que su dicha cifraba en veros llenos de flores espléndidas y lozanas. Venid, pues, a despediría, porque muy lejos se marcha.»

Vaga tristeza se apodera del Desierto, que ve partir a su juvenil reina.Comprende que de él se ausenta una virtud, y se mustia como cuerpo que va a ser abandonado por el alma. Sus aves y sus follajes murmuran inarticuladas quejas; el alma del profundo bosque gime confusamente,

 «¡ Escucha! ¡ Escucha! - murmura, dolorida, una doncella. - Mira cómo gime el. bosque, al ver cercana la ausencia. Las gacelas, de la boca, dejan que caiga la hierba; suspende el pavón sus danzas, y las lianas en la tierra lloran hojas amanllas, sin perfume ni belleza.»

El adiós de un huérfano arrancado del seno materno. ¿sería más conmovedor que el del corzo de Sakuntala a su juvenil dueña? En el momento de marchar se siente detenida por un extremo del traje:

«¿ Quién va mis pasos siguiendo y ase un pliegue de mi rapa? - Es el corzo a quien cuidaste, mucho tiempo como a un hijo, al que curabas, hermana. Con salutífero bálsamo, cuando el hocico se hería con las zarzas punzadoras. Es el corzo que has criado, dándole a comer siamak en tus manos; es el corzo que separarse no quiere de su bienhechora amable.

- ¿ Por que lloras, corzo mío? ¿ Por qué me vienes siguiendo cuando me alejo .de todos los que alegraran mi vida? Igual que de ti he 'cuidado cuando sin madre te viste, cuidará de tu sustento el que para mí fué un padre. Retorna, pues, a la ermita; es forzoso separamos…Lejos del seno paterno, cual tierna rama de sándalo caída del monte Malaya, ¿ cómo habrá de ser posible que crezca en extraño suelo ?»

Hay verdadera originalidad en esta figura amable y seductora entre todas. Cual las Ninfas por la ficción, pertenece por el sentimiento tanto al reino vegetal como a la Humanidad. Hay savia mezclada con la sangre que corre por sus venas. Flor humana, entre las flores de la soledad, su tallo se enlaza a las raíces de los árboles nativos, y cuando el Destino lo arranca, la grandiosa selva sufre y se estremece. No es posible separarla de este marco inmenso que la acompaña cual dosel de fiesta. Los arbustos se le prenden al vestido, una lluvia de flores le cubre los cabellos, una nube de aves se cierne sobre su cabeza; los animales, domesticados por su bondad, la escoltan y la siguen cual seguían a la hija de Noé al salir del Arca. Detrás de Sakuntala camina la selva entera.

Desde el oasis ascético, el poeta nos transporta hasta el palacio del rey Duchmanta. Éste acaba de terminar el despacho de los asuntos correspondientes a sus funciones regias y se siente fatigado «porque - según dice en una imagen admirable - el cetro es en nuestras manos como el mango de una sombrilla que llevamos para resguardar a los demás».

Mientras que descansa, los cantores le arrullan la siesta al son de las alulaciones orientales. Lo comparan con el jefe de los elefantes, «que se acuesta aparte un momento después de haber conquistado abundantes pastos para su rebaño».

El monarca, tranquilo como un ídolo, saborea esta humareda de incienso y se deja abanicar cadenciosamente con pluma de pavo real. - Pero he aquí que llega Sakuntala, precedida por los eremitas que la han acompañado durante su largo viaje. - El mundo que ven por vez primera no inspira a estos solitarios más que desdén místico.

La inmensa ciudad que acaban de atravesar, con sus templos, sus torres, sus pórticos y sus cúpulas, sólo ha proyectado en sus espíritus un reflejo lúgubre.  

«En la agitación de este pueblo - dice el decano de la caravana - mi alma, que nunca ha conocido más que la soledad, cree ver el tumulto de una casa cuyo recinto estuviera devorado por las llamas.»

«Este ruido - añade su compañero - me produjo al principio algún asombro; pero, inmediatamente, he mirado a este pueblo como el puro mira al impuro, como el hombre despierto al que está dormido, como el amo al esclavo, como el ser vencedor de sus pasiones al que está cobardemente subyugado por ellas.» - Cuando regresen a la selva sagrada, sin duda el anciano Kanva les preguntará, cual el cristiano eremita San Pablo a Antonio, al partir con él el pan que un cuervo le llevaba a la entrada de su gruta: - «¿ Cómo va el mundo? ¿Todavía edifican los hombres casas y ciudades?»

Sakuntala, ruborosa, se arrodilla tímidamente ante su señor. Pero el sortilegio del faquir produce efecto: el rey no conoce a su prometida. Su amor se ha borrado, como un sueño, de su memoria obscurecida. Sakuntala se busca en el dedo el anillo de la alianza, y no lo encuentra: se le cayó al estanque en el cual hizo sus abluciones matinales. Inútilmente procura, con palabras deliciosas, conjurar el cruel hechizo mediante la magia de los dulces recuerdos:

«Acuérdate -le dice - del día en que, bajo el bosquete de jazmines dobles, recogiste en tu mano el agua que' contenía la copa de un loto. en aquel momento, se me acercó mi pavito real. Tú lo invitaste con blandura a tomar el agua, diciendo jovialmente: «Que beba primero.»

Pero él, como no te conocía, no se atrevió a beber en tu mano. Entonces yo tomé el agua y en mi mano la bebió. Al ver esto, exclamaste riendo:

«Luego es verdad que no se fía más que de sus semejantes; tú y él sois habitantes de las selvas.»

El rey se muestra sordo ante sus censuras, incrédulo e insensible hacia sus quejas. Acusada de impostora, la esposa repudiada se aleja llorando :  

«¡Oh tierra, diosa propicia, recíberne en tu seno !»

Algún tiempo después, un pescador entrega a Duchmanta el anillo que ha encontrado en el vientre de un pez. El rey, libertado del conjuro que lo cegaba, sintiendo nuevamente su amor, monta en su carro y busca " Sakuntala por todo el imperio.

Cierto día, en una soledad, encuentra a un niño muy guapo que conduce, asido de las crines, a un leoncillo que gruñe, Es un grupo digno de la Grecia primitiva el de este pequeño Hércules indio jugando con una bestia salvaje.

 «¡ Vamos, abre la boca, cachorro de león! Abre la boca, quiero contarte los dientes.»

Las mujeres que lo cuidan lo amenazan diciéndole que la leona va a lanzarse sobre él si no suelta al cachorro; pero el pequeñuelo, tozudo y bravo, arrastra al leoncillo domado. El rey se siente atraído por aquella gracia heroica; muy pronto reconoce en el niño a su hijo. Al escuchar sus gritos de júbilo acude Sakuntala vestida con el traje de las penitentes, bella aún, pero adelgazada por los ayunos; lleva los flotantes cabellos recogidos en una sola trenza, como la de las viudas. Tomárasela por Genoveva de Brabante transportada a una selva del Himalaya. El esposo, arrodillado, le pide perdón y le confiesa su equivocación:  

«¡ Ay! - exclama -. ¡El ciego arroja la guirnalda que le colocan en la cabeza, temiendo que pueda ser una serpiente !»  

Sakuntala, llorando de alegría, lo hace levantarse. El cielo se abre, estallan himnos; los Dioses bendicen a la pareja reunida y reconciliada.

Produce sorpresa y encanto encontrar, en medio de la literatura desenfrenada de la India, esta lozana égloga, de sencillez relativa, de la cual los dioses monstruosos se hallan ausentes y en la que el ascetismo reviste suavidad pastoril. En esta obra, la Naturaleza se modera y se coloca a nuestro alcance; únicamente aparecen gamos y gacelas; nada de reptiles desmesurados ni de bestias enormes y feroces; hasta el elefante sólo se deja ver muy a lo lejos. Las flores exhalan perfumes demasiado embriagadores, y acaso, también, se desparraman por la escena con exuberancia excesiva. Pero, en resumen, un pastor de Virgilio, una ninfa de Teócrito podrían vivir en este paisaje encantador. Y aun encierra pensamientos y sentimientos: a pesar de su color exótico, todas las almas pueden comprenderlos. La piedad, la bondad, el amor y el dolor hablan en esta producción el más tierno y el más dulce de los idiomas. Nacida bajo las mismas estrellas, mecida por la misma Naturaleza, Virginia, a través de los siglos, reconocería a su hermana en Sakuntala.

Parte I
Parte II

Fuente: Saint-Victor, Paul de, Las dos carátulas [1884], Joaquín Gil Paricio (trad.), Buenos Aires, Joaquín Gil, 1959.

 

         
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